Chorizos y polacos: los hinchas de la comedia

Las luces serpentean por el suelo del Teatro Español como gotas de respetuoso silencio. Alumbran una hilera infinita de asientos ocupados por una audiencia de visón, de perfume caro y gesto serio y adusto. En otros tiempos, de jubón, capa y espada, ese mismo espacio lo pisaban las botas polvorientas de caballeros con mostacho y plumón, con tahalí y el porte envalentonado de quien debía batirse el cobre en las calles del Madrid áureo, padeciendo y disfrutando placeres y sinsabores de una época de cadalsos y comedias; inmersos en la decadencia de un Imperio que aliviaba sus penas, como buenamente podía, con la pluma de Tirso, la religiosidad moralista de Calderón o el ingenio del Fénix de las Letras. El teatro, aquello que Lorca definiera como «poesía que se escapa del libro para hacerse humana», era entonces, como siempre y más que nunca, la fiesta empática de quienes soñaban con Giles de las Calzas Verdes, con rebeliones populares en Fuente Ovejuna, con príncipes cautivos en costas moras y con todo un universo de arrojo y galantería donde ganaban los buenos y, alguna vez, mandatarios y religiosos inclusive, mordían el polvo los malos.

En aquellos días, al pie de las tablas, expuestos al sol que calentaba Madrid y se reflejaba en los cristales del corral como haces de navaja, los llamados “mosqueteros” trinaban enfervorecidos, imitando con su griterío el retumbar de los mosquetes. Eran espectadores modestos, de baja ralea, que asistían a las representaciones en pie y amontonados en los patios polvorientos. Para ellos, y para todos los demás, la comedia era entonces el opio de un pueblo abatido, un motivo de celebración entusiasta, la excusa para congregarse semana tras semana, representación tras representación, entre las banquetas de la cazuela, los palcos de la tertulia o el gentío que se arremolinaba a lo largo del patio.

Aquella suerte de partido, donde en vez del balón se sorteaba el verso, donde en vez de pases largos se servían sonetos y silvas, creó monstruos y mitos, engrandeció nombres y dio alas a la aparición de “hooligans” de la palabra; fanáticos de una u otra compañía que podían favorecer o boicotear a su antojo cualquier representación. Eran los «chorizos» y «polacos».

Partidarios, respectivamente, de las compañías estables de los Corrales del Príncipe y de la Cruz, las sonadas contiendas entre ambas facciones de “mosqueteros” traspasaron los siglos, y allá por el XIX, mas de cien años después del languidecimiento definitivo del teatro popular de rumor y alboroto, de las obras en los patios de las casas, Rafael Ajenjo Barbieri quiso reunir su espíritu bullanguero en una zarzuela que fue, quizás, un nostálgico guiño de un teatro acorralado en cuidados coliseos italianos hacia la comedia del pueblo, hacia un lugar y un momento donde no reinaran reglas de Poética ni mandatos de Aristóteles, donde no había que descorrer telón y todo estaba descubierto. Era una última referencia del defenestrado género chico hacia su padre del pasado, hacia quien le enseñara que el teatro, como la vida, era provechoso si se basaba en la felicidad. En el trasvase de siglos entre el XVII y XVIII, sirviéndose de las ideas propuestas por la Ilustración, el teatro español padece la reforma promovida y defendida hasta la extenuación por intelectuales como Mariano Jose Nipho, Jovellanos o Leandro Fernández de Moratín, que acaba con la figura de estos espectadores espontáneos e incluso gamberros, que idolatraban las declamaciones de actores como Juan Ponce o Mariana Alcázar igual que otros admiran el regate de Messi; que veían en las compañías sentimientos que defender con la pasión que se defiende a un club, con la furia con la que los futboleros resquebrajan sus gargantas.

Con la reforma del Corral del Príncipe en 1745 y el aluvión de invectivas que inunda al teatro español hasta 1827 (Poética de Martínez de la Rosa) la reforma arquitectónica de los centros escénicos conlleva la desaparición de estos personajes, sembrándose en los patios hileras de butacas, dejando su recuerdo a menciones inexactas como ésta, negando al teatro su carácter popular y dándoselo para siempre a la levita y la corbata, a quienes en vez de con la verdad del grito o el alboroto, matan al arte con la hipocresía y la arrogancia.

2 comentarios en «Chorizos y polacos: los hinchas de la comedia»

  1. Buenos dias, ruego a Vds. se sirvan informarme, si es posible, como podria conseguir la obra completa de Chorizos y Polacos, pero la zarzuela que se represento en el Teatro de Madrid cuando se inauguro, no recuerdo el año.
    quedo a la espera de sus noticias y les quedo muy agradecida por
    cualquier informacion que pudieran facilitarme
    pilar

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