Venancio, el Errante. «Sobre el dinero y sus quehaceres» (III)

Cuando Venancio, el Errante, despertó se encontraba en la habitación del hospital. Recordaba vagamente en motivo por el que había llegado hasta allí. Sus ropas estaban tendidas sobre una de las sillas y su barba, la barba que durante años había conservado en su rostro, había desaparecido. Eso le produjo una gran desazón que tardaría mucho tiempo en desaparecer.
Su cabeza emitía una serie de punzadas que le impedían ponerse en pie.
Dos costillas rotas y una leve contusión cerebral, oyó comentar a la enfermera. Siguió tumbado en la cama amparado bajo una tísica luz proveniente del tubo fluorescente. A su lado había otro hombre tumbado en la cama completamente dormido. Comenzó a oír unos pasos que provenían del pasillo casi desierto. Era la enfermera. Entró en la habitación y tomándole las constantes le comentó que estaba muy bien y que en un par de días podría marcharse de allí.
Venancio, el Errante, estaba incómodo en aquella estancia. Echaba de menos el errar por su pueblo con sus montes y sus ríos. Todavía pasarían varias horas hasta que Venancio, el Errante, recordara con todo detalle los motivos que le llevaron hasta aquel habitáculo. No pudo evitar que una lágrima surcara desde sus pupilas hasta su rostro. Por culpa de aquel billete de cien euros había perdido todo cuanto tenía. Sus montes y su pueblo, pues ahora estaba en la capital y tardaría mucho tiempo en conseguir el dinero suficiente para pagar el autobús que le llevara de regreso. Había perdido su preciada barba, que durante años dejó que creciera, dándole un aire distinguido entre los demás vagabundos que él conocía, ya que su barba, como siempre le decían, no era una barba cualquiera, si no una barba digna de cualquier señorito de las cortes. Había perdido el carro con todos los objetos que había ido encontrando durante varios años y sobre todo y más importante, casi pierde la vida por culpa de aquella paliza, por culpa de aquel billete. Pues Venancio, el Errante, era vagabundo pero no tonto, y él sabía a la perfección que aquellos individuos le habían estado observando para quitarle el billete en el mejor momento posible. Y así fue, como en la soledad de los montes y los viñedos, en la soledad de una mañana soleada y cristalina, donde Venancio, el Errante, perdió todo cuanto tenía.
A los dos días le pusieron de patitas en la calle al encontrarse perfectamente. Todavía sentía un leve pinchazo en el costado, pero no era lo suficientemente molesto ni peligroso para que Venancio, el Errante, no pudiera caminar. Ahora estaba en la gran ciudad, en un lugar completamente nuevo para él y muy distinto a su pueblo. Caminó cuesta abajo, sumergiéndose en el tránsito de la calle. Mientras caminaba no dejaba de pensar que lo peor que le había sucedido en su vida era el hecho de haber encontrado aquel billete de cien euros, pues desde que lo encontró solo le habían sucedido desgracias y calentamientos de cabezas. Fue en ese momento cuando llegó a la conclusión de que el dinero sólo trae problemas y mandó todo a hacer puñetas.

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