Santísimo Cristo del Perdón y Misericordia

A mi alrededor la gente parecía impaciente, inquieta porque volvieran a echar a andar. En el barullo de personas que ansiaban verlo en movimiento me encontraba yo, ansioso también. El primer martillazo sonó tan claro que el silencio se apoderó del ambiente de rumoreo incesante que llenaba el aire de la plaza. El tiempo –los pocos segundos– que transcurrió desde que sonó el primer martillazo hasta que sonó el segundo, el decisivo, me pareció una eternidad. El segundo martillazo sonó, más claro que el anterior, y más decisivo.

—A esta es, caballeros. ¡Arriba! —el capataz dio el tercer martillazo sobre el paso y sonó el leve quejido de los costaleros levantando un paso que debía de pesar unos quinientos kilos.

El paso, de madera marrón oscura y de tallado breve, se mecía de un lado a otro silenciosamente. El único sonido que entonces se escuchaba era música. La música de capilla sonaba tan triste que, junto con el aspecto del Cristo del Perdón crucificado y en agonía, calaba hasta lo más interior de cada persona que allí se encontraba contemplando el arte.

Avanzaba lentamente meciéndose el paso del crucificado mientras la música llenaba los oídos de todos. Pude ver entre la gente el gesto de alivio de las ancianas cuando el Señor pasaba ante sí, posiblemente por haber tenido contacto con la divinidad –esculpida, sí– que representaba esa angustiosa imagen.

La penitencia que seguía al paso, mirando toda hacia el suelo y rezando, fue pasando poco a poco al mismo ritmo de los costaleros, a gusto, pues, del capataz. A medida que se iba acabando ésta –la penitencia, llena de gente preocupada por sus enfermos, por su bienestar o, incluso, por los estudios de sus hijos o nietos– los espectadores que no estaban ahí para rezar, sino para ver la imagen –que valía la pena– iban tomando su camino, posiblemente, hacia bares, pubs o cualquier otro garito para tomar unas copas con sus colegas o familiares.

Agarré por la cintura a la hermosura más bella del mundo –mi novia, sí, que no le gusta la semana santa pero acudió conmigo para ver la procesión, como buena pareja– y zarpamos a mar abierto, rumbo al infinito, donde nos esperaba la noche.

Santísimo Cristo del Perdón y Misericordia, me diste la agonía que supuso tu acompañante –la música– y me hiciste pensar en lo mucho que habrías sufrido si hubieras –en algún remoto momento en el que nadie era nadie, en algún momento en el que los milagros existiesen, en algún momento en el que existiese tu Dios– existido. Pero me replanteo tu existencia. Perdóname, Cristo del Perdón, porque no sé lo que hago. ¿No fue algo parecido lo que dijiste a tu padre colgado en la cruz antes de que te rindieras? Dijiste: “perdónales, padre, porque no saben lo que hacen”. Creo que debiste cambiar la frase, Jesusito. Al menos, serviste para dar arte a los escultores y a muchos músicos.

En cualquier caso –y debido a que no quiero criticar la religión porque no soy quién para ello, y no me siento con derecho suficiente para decir en qué consisten los milagros, en qué se distinguen de la casualidad–, sí, la música era preciosa.

PD: Perdónemne aquellos, católicos y –a pesar de todo– practicantes, que se puedan sentir ofendido. Pero no amo la religión, no amo a Dios, no soy practicante ni católico, y sí amo el arte. Y creo que las esculturas que sacan a pasear durante la semana santa, amigos míos, es arte, por no hablar de la música que la acompaña.

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