Salvador

“Salvador: se dice de la persona que tiene capacidad para salvar a los demás.” ¿Y quién diría que Jesucristo no fuera el Salvador? El Salvador del que os voy a hablar es un personaje más coloquial que un jipi con melenas y ojos azules que llevaba una túnica blanca y una aureola imaginaria, y levantaba las manos para decir “aquí estoy yo”.

Salvador era de nombre de pila el individuo en cuestión, y no tenía origen ni relación alguna con la religión cristiana para decir que su nombre se debía al Salvador del que entonces todos hablaban. No era Salva para los amigos, pues diminutivos nunca fueron bien recibidos en su personalidad y en su cabeza abundaban las canas ya.

Salvador residía en una pequeña casa en una costa andaluza, y era su mayor pasatiempo salir a pasear por la playa, sentir las arenas por debajo de sus pies descalzos mientras la calentura se hacía poderosa en su interior al mirar los bombones de chocolate blanco que pasaban por su alrededor. Le ponían enfermo las jóvenes en biquini correteando por la orilla, haciendo bromas amigas a sus compañeras de tableta. Salvador nunca tenía mala intención, pero como los celos llevan al peor de los caminos –cuando no lleva el desamor– tenía que haber un estúpido de turno que arrancara su ira contra él.

El joven, rubio de melena y sin afeitar, daba la mala imagen de un loco, dicho sea esto en el peor sentido de la palabra, pues loco no siempre ha de significar agresivo o peligroso. Como cuando un chico dice que está loco por una chica. No quiere decir esto que la vaya a agredir, aunque hay cada elemento por ahí que lo hace. Pero sigamos con el tema, que me evado, y evasión y devoción no son buenas compañeras. El loco de la melena rubia y la barba de una semana se abalanzó contra el pobre Salvador, vejete y de costoso caminar, y le dio una tunda de puñetazos que acabaron con el pobre viejo tirado en la arena.

Un círculo de gente se abrió alrededor del joven muchacho y del viejo sangrante, que no podía articular palabra alguna, y mucho menos movimiento. La novia del muchacho soltó un revés de mano cuando el chico fue hacia ella a darle explicaciones de lo que acababa de hacer, y el público que se había formado alrededor de los tres murmuró palabras de victoria en honor al viejo. Éste, al oír a la gente dándole la razón, reunió sus fuerzas, que había conseguido unificar durante el poco tiempo que llevaba tendido en el suelo, y se levantó.

Hoy, Salvador es un salvador, el muchacho es un adulto y no se sabe dónde está, posiblemente revolcado por ahí con un botellón en la mano, agonizando por ver el pasado y a esa chica que le abandonó. Salvador, más contento que nadie con su labor de caminante, aprendió a caminar a tres patas, y su cadera responderá bruscamente en breve.

Esto es un canto a la violencia de las personas mayores y al abuso de la imagen femenina. No me siento misionero de Dios, ni me siento pregonero. Sólo siento que demasiados ancianos y demasiadas mujeres hay como para no darles dignidad. Démosles el valor que se merecen a las mujeres y a los viejos, dicho sea esto, pues, en el sentido más cariñoso de la palabra.

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