Roald Dahl o el escritor poliédrico.

¿Ángel o demonio? ¿Infantiloide o sátiro? Portador del mensaje de la fraternidad y combatiente veterano en el frente de batalla. Un cúmulo sin fin de tendencias contrapuestas que se resumen en la personalidad desconocida de uno de los maestros indiscutibles de la literatura infantil del siglo XX. De alguien que reúne en su bagaje literario tres premios «Edgard Allan Poe» (1954, 1959 y 1980) por su «maestría en lo macabro» y se convierte a su vez en maestro de la fábula infatil no puede esperarse nada bueno. O tal vez sí.

El nombre de Roald Dahl se recordará asociado a los créditos de una superproducción de cine; más concretamente por la adaptación de su Charlie y la fábrica de chocolate (1964). Algunos lectores más avezados habrán experimentado la gama de sabores que ofrece la degustación de sus relatos; una amalgama inmensa de crímenes, sentimentalidad, sexualidad, comedia, moralidad o desencanto. Otros, quizá, comenzarían su romance con la letra impresa por obra y gracia de su gigante bonachón o del ascensor de cristal que llevaba a Charlie hasta las nubes. Pero la masa, ese cúmulo gris que se conoce extrañamente como «gran público», habrá escuchado hablar de él de refilón, por alguna cuña promocional que habrá reconocido a Dahl como el padre de la criatura. Por obra y gracia de Tim Burton -ese extraño Midas gótico que convierte en aluvión de entradas picadas y palomitas crujientes todo guión que toca- del escritor galés se rememorará su participación indirecta en dos horas de metraje insípido, en una adaptación mediocre de la que sólo cabe destacar el ruido de muchos dólares resonando en las cajas. Cosas de la comercialidad.
Del bueno de Roald, sin embargo, pueden contarse muchas más cosas. Alto y espigado, nacido en 1916 en el seno de una familia galesa de origen noruego, no hay noticias de que fuese un hombre encorvado, al menos no más allá del desgaste provocado por la edad y una vida agitada que igual lo situó en la vanguardia de una literatura de chocolate y gigantes bondadosos que en los mandos de un avión de guerra durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, su espalda debía soportar un peso más allá de lo normal. Sobre todo porque si alguien hubo de convivir con la presencia insidiosa de un ángel y un demonio en cada uno de sus hombros, ése fue él.

En Roal Dahl confluyen todas las potenciales actitudes del hombre. Igual de tierno que de pecaminoso, de filántropo que de fanático, sus polémicas convicciones le valieron el boicot de sus obras en Israel, acusado de un antisemitismo encubierto que el autor no intentó jamás desmentir. Por si esto fuese poca paradoja para alguien que combatió a los nazis durante el gran conflicto mundial y narró con actitud de cronista espantando el difícil nacimiento del demente Hitler, algunas de sus declaraciones -y sobre todo su obra- le retratan aún más como la contradicción hecha persona. Defensor de la inocencia infantil como uno de los patrimonios indispensables del hombre, su literatura se debatió paralelamente entre su producción más «pueril» -iniciada en Los Gremlins (1943) y finita en El Vicario que hablaba al revés (1991)- con escritos no tan «puritanos», entre los que destacan sus guiones para el cine de acción -Sólo se vive dos veces (1967)- o sus famosos cuentos de humor negro adaptados para el celuloide por otro gurú de lo macabro, el gran Alfred Hitchcok.

Su influencia trascenderá aún los siglos, y el propio Tarantino se valdrá del cuento Hombre del Sur para dar forma a su participación en la película coral Four Rooms (1995). Si a la mezcla inverósimil entre la inocencia de Charlie buscando su chocolatina dorada, la maldad genocida de Las Brujas , el recuerdo de la infancia en Boy y la descripción detallada de la vigorosidad sexual de El tío Oswald (1979) cabe ponerle alguna etiqueta, sólo parece válida una que contenga dos palabras: Roal Dahl. Porque el galés es ante todo contradicción; aunque eso sí, movida por unos ideales indiscutibles que unen lo diverso de su producción como engranajes invisibles. Así, cuando declara: » No puedes dejar triunfar el mal de ninguna manera. Puedes dejar creer al lector que triunfará, pero no puedes permitir que pase» (The Author´s Eye), ya hace patente su intención de presentar al bien como único destino posible, bien sea castigando la avaricia de Veruca Salt en la fábrica de chocolate de Willy Wonka o la pretensión de hacer negocio con el rencor en La venganza es mía S.A. Distintos caminos para un mismo objetivo: el triunfo de la virtud. Qué ganen los buenos, ya sean cincuentones atiborrados de viagra o una Matilda ingeniosa puteada por la indiferencia de sus papás.

Muerto en 1990, Roald Dahl es más que un nombre en la pantalla negra del cine. Es el avivador de las conciencias, alguien que nos susurró al oído que entre la liviandad de la inocencia y la oscuridad de lo perverso no existe siempre una frontera marcada.

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