Presagio (parte XIII)

Al llegar a casa de su padre, fue a buscar en el estudio el revólver. Para cerciorarse de que no había nadie que pudiera descubrirlo con las manos en la masa, hizo el ruido de la cotidianeidad de ir por casa, subir las escaleras, entrar en su dormitorio, abrir y cerrar algunos cajones y puertas del armario, sentarse en la cama y hacer que crujiera al levantarse. Luego, una vez practicado el simulacro y habiéndose dado cuenta de que no había nadie en casa, emprendió su particular misión. Seguramente Emilio, el mayordomo, estaría fuera unos minutos, de compras o atento a algún otro asunto propio de su labor, así que tenía que darse prisa y encontrar el revólver antes de que llegase.

El largo pasillo que separaba la habitación de Edu de la de su padre estaba oscuro, envuelto entre las cortinas que cubrían las ventanas que daban directamente al patio, al enorme patio que tenía justo en el centro de la vivienda, con una atmósfera siempre tan cálida, tan placentera, que a nadie le costaba pasarse allí horas y horas sentado en la butaca respirando la suave brisa. Dejó de mirar por la ventana, había comprobado ya, con ese último medio, que el mayordomo no estaba en el patio con sus habituales lecturas filosóficas, las que le permitía su jefe, y éste tampoco se tambaleaba en la butaca de madera de cedro que había siempre a un rincón.

Entró cuidadosamente en el estudio de don Arnaldo, aunque él le quitara el don porque era su propio padre, pero el resto de la gente debía llamarle así, y después de haber notado la ausencia total de habitantes, se acercó al escritorio y rebuscó entre los papeles. Abrió el cajón derecho y descubrió, envuelto en un fino y suave pañuelo azul marino, un revólver con un cañón de 11 milímetros.

Cuando el hombre llegó a casa, su hijo se encontraba sentado en el sofá leyendo, como si nada hubiera ocurrido, aunque sus lágrimas asomaban a los ojos y su inquietud lo delataba un poco. Pero no tuvo que hacer nada más que saludar a su padre, tragándose la ira en un esfuerzo difícil.

El mayordomo, que salió de improviso de la sala donde siempre escuchaba a Mozart, aunque éste se oyera desde cada rincón de la casa, se acercó a Arnaldo y le dio la bienvenida.

–Señor –dijo Emilio haciendo una reverencia.

–Hola, Emilio, ¿alguna nueva en mi ausencia? –fue la respuesta y pregunta del señor de la casa.

–Eh… sí, una carta certificada para usted, don Arnaldo –anduvo hacia la mesita de la entrada y sacó de un pequeño cajón el sobre cerrado. Luego se lo dio y se retiró a la cocina.

Edu no se inmutó por la respuesta de su padre ante la información de la carta. No quiso saber nada del asunto.

 

Esa misma noche, con cuidado de no ser descubierto, Eduardo fue al estudio y registró silenciosamente los archivos. Después de indagar por varios papeles y de sufrir un encogimiento en su corazón cuando uno de los informes se cayó al suelo, haciendo un ruido espantoso pero breve, encontró lo que buscaba: una carta certificada a nombre de Esteban Suárez Montero.

Señor Alonso,

Le comunico que mi parte del trato está cumplida. Ahora le toca a usted. Pasaré por su casa en cuanto cuente con disponibilidad.

Esteban Suárez.

 

(Continuará…)

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