Presagio (parte I)

Presagio es un relato que escribí hace tiempo y que no se ha publicado en ningún sitio. Por eso aprovecho para que los presentes lo lean y, en su caso, si quieren, opinen. Se dividirá en varias partes y se publicará entre dos y tres veces por semana. Espero que les guste. Les dejo con el primer fragmento.

Jorge González Jurado.

 

—Según Menéndez Pidal -decía la profesora-, el género de Romance viene del resultado de separar en dos hemistiquios una tirada, de tal manera que quedaran versos de ocho sílabas y que sólo rimaran los pares.

Aquella tarde de marzo, la clase estaba un poco más vacía de lo normal. Generalmente, a esa hora del día no asistía mucha gente a clase, pero ese día no era normal.

Eduardo estaba atendiendo a la profesora Fernández en su discurso sobre el origen del romancero. A su lado, Estefanía reía disimuladamente con la carta que había recibido del más plasta de la clase: Alberto, el dedo (según lo llamaban sus compañeros, no se sabía por qué).

Cuando hubo terminado la clase, Eduardo se dirigía a su casa esperando un nuevo poema que le habría escrito su madre, María José, que era escritora y a la vez profesora de Literatura. A él le gustaba la literatura y la forma de escribir de su madre, pero no se llevaba bien con ella. Sus padres se habían separado el año anterior por malos tratos, y a su padre le habían puesto una orden de alejamiento. Eduardo quería seguir los pasos de su padre y vivir con él, pero el juez determinó que sería María José quien viviera con el niño.

Al llegar a su casa vio que su madre no estaba esperándolo tras la puerta con la poesía de turno, sino que había un mensaje en el contestador en el que decía que se retrasaría para comer porque había quedado con un alumno para resolver dudas antes del examen, y que luego iría al supermercado y volvería a casa con la compra hecha.

 

Recién salida del instituto de secundaria Manuel Fontana, María José fue directa al supermercado de enfrente para hacer la compra y dirigirse rápidamente a casa. Llegó hasta la carnicería y esperó su turno para pedir medio kilo de filetes de pollo. Pero el carnicero no le hacía caso, pasaba por delante de ella y la miraba como si no existiera, como si fuera invisible, como si no estuviera allí presente. Estuvo así más de veinte minutos, disimulando como si estuviera mirando qué carne quería llevarse. Cuando estaba harta de esperar reclamó su atención al carnicero, pero éste se volvió contra ella gritándole enfurecido que lo dejara tranquilo, una pelea innecesaria que se produjo de repente.

—Pero ¿no ve que llevo casi media hora esperando a que me atienda y aquí no hay nadie más que yo?

—Lleva media hora tocándome las pelotas, señorita. Si no se larga de aquí voy a tener que avisar a seguridad, porque no estoy en condiciones de atender a nadie.

—A mí no me interesan sus problemas, señor… Salvador. —Había mirado en su camisa la tarjeta de identificación hortera que llevaban todos los empleados de ese supermercado—. Sólo quiero que me atienda ya para poder irme tranquila a casa, que he tenido un día muy duro, si no le importa.

—¡Me da igual que no te interesen mis problemas! ¡Nadie ha dicho que te fueran a interesar! —El hombre, robusto y con el pelo castaño, empezó a llorar y se metió en el almacén.

La mujer, pasmada ante tal situación, se dispuso a salir del supermercado, o bien a comprar algún producto precocinado para evitar la molestia de cocinar ella, que después de tal presión, no le sentaría muy bien. Oyó un ruido tras de sí y se giró en un solo movimiento, y de la puerta del almacén salió el hombre corriendo hacia ella con intención de estrangularla.

—¡Me vas a pagar lo que me has hecho sentir, guarra! ¡Te arrepentirás de haber dado conmigo! —El hombre la cogía por el cuello y ella estaba casi perdiendo el conocimiento, cuando unas manos fuertes y grandes lo apartaron de ella y estampó al carnicero contra la pared. Acto seguido, lo inmovilizó y ordenó a un compañero que estaba de pie a su lado que se lo llevara y le diera un calmante.

Cuando el hombre miró hacia María José, ella pudo reconocer quién era. Míchel, un amigo al que ya no le hacía ilusión ver.

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