La catedral del mar: Barcelona según Falcones

Próspera y rimbombante, autárquica y cosmopolita, glosada por muchos y cuna literaria de otros, Barcelona es como un cristal empañado de literatura. Allá donde se mire, como manchado de un vaho permanente, su perfil se inunda de referencias con sabor a tinta y papel. Seix Barral, Tusquets, Gil de Biedma, Mendoza, Zafón, Planeta…nombres propios y recurrentes que alimentan el mito de una ciudad tan literaria como los recovecos medievales de Tallers, las flores de Sant Jordi o la colosalidad de sus emporios editoriales.

De Barcelona se ha contado mucho; bien sea desde la sorpresa ante lo inesperado, desde la entrega del viajero apasionado o desde la más absoluta de las repulsas. A través de un recorrido inacabable, toda vez que la antiguedad de la ciudad -la Barcino de Ptlomeo- y su presencia en la historiografía literaria es casi inmemorial, las miradas se han dirigido preferentemente a la Barcelona del siglo XX, época en la que la ciudad se recarga de contrastes identitarios y económicos para auparse definitivamente a la cima de la popularidad global.

Mucho antes de eso, cuando su noción de «independencia»  se sustentaba en el orgullo de la «host» y los inviolables fueros que daban a Barcelona su autonomía, acontecen los hechos que narra Falcones.  La novela, que sigue la senda temática de Los pilares de la tierra y se aprovecha -intencionadamente o no-  de su rentabilidad, presenta el retrato de un momento y un lugar que, tamizado de complejidades, constituye poco más que un reflejo vago que sacrifica la verosimilitud en pos de la agilidad, la reconstrucción histórica en favor del ritmo y la posibilidad de constituirse como mirada certera de una época de ebullición, por convertirse, sin remedio, en un éxito masivo de ventas, en una pompa de jabón a diluirse con idéntica rapidez de la primera línea de los estantes como del recuerdo de sus lectores.

 Con mucho de crónica histórica «monosaturada», con pizcas de arquetipos caballerescos y fragmentos que emulan, o lo intentan, la frescura y extravagancia de la llamada «literatura de cordel»,  La catedral del mar es una muestra más del «ni puedo ni quiero», de la influencia del empuje editorial y de tantas y tantas obras prescindibles por naturaleza.

 Añorando tentativas más certeras de novela histórica como El puente de Alcántara de Frank Bauer, quedan en el débito del autor un intento de profundización mínimo en los personajes, la eliminación de las ínfulas de libro de escuela que inundan la obra y la inverosimilitud folletinesca de un recorrido vital que hace temer al lector un final con un Arnau Estanyol con cetro y corona, toda vez que el ascenso social desde el apero a la mesa de cambio en plena Alta Edad Media parece depender de un par de encuentros fortuitos y de la perseverancia de un Ulises en su particular odisea.

 Y mientras tanto, Barcelona, eterna e hirviente, espera otras miradas con más mimo, al ojo certero que la devuelva a las hojas y le dé el tratamiento que merece un escenario que une como pocos la verdad y la ficción, la literatura y la vida, honorando así a un nombre y un lugar desde donde resuena aún el galopar quimérico de un loco en su lucha con la blanca luna.

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