La calesita

La calesita

Augusto y Gabriel eran dos viejos amigos de la infancia, ello fueron vecinos toda su vida, se criaron juntos, tenían los mismos gustos, los mismos pensamientos y la misma ilusión: que nunca se pierdan los juegos infantiles tradicionales.

Ellos organizaban en su barrio, todos los fines de semana, alguna especie campeonato, con la particularidad de que las competencias no eran deportivas sino de entretenimiento, y que en realidad no eran campeonatos sino encuentros recreativos, es decir sin perdedores, donde todos los que participaban resultaban ganadores.

Cuando no eran encuentros de “bolitas”, las reuniones eran para jugar al trompo, o en su defecto era juntarse para pasar toda una tarde tratando de conseguir un punto en el “balero”.

Hasta que un día, hicieron una “olimpiada infantil”, donde se participaba en todas las especialidades, y en vez de encender una llama olímpica para significar la actitud y el sacrificio deportivo, encendían una hornalla para preparar el chocolate caliente que daría por finalizada la jornada.

Así fueron los días de estos dos viejos amigos, dedicados a los niños, a los que serían los futuros hombres y mujeres del pueblo, tratando de contagiarle ganas de vivir por los demás y de no dejarse llevar por una realidad quecada vez era difícil.

Pero el logro más grande de estas personas de corazón igualable, fue cuando trascendieron los límites barriales y se proyectaron hacia todo el pueblo, instalando en la plaza principal una calesita, el entretenimiento mas conocido en el mundo, el que alegra a tantas criaturas, el que pinta un escenario colorido, el que todos usamos alguna vez, el que emociona a tanta gente.

Los niños alborotados desbordaban la plaza todos los domingos acompañados de sus padres, sus tíos, sus primos, sus abuelos, sus hermanos mayores o de cualquier otro compinche que se ofrecía para llevarlos.

La demanda de clientes era impresionante, y claro, no es para menos, el pueblo nunca antes había tenido un juego como ese, tan entretenido para los pequeños, con tantos colores, y con música tan alegre.

Los años pasaron, y la vida, quizás un poquito egoísta, se llevó a estos dos viejos amigos en un viaje con destino al cielo, para que desde allí contemplen la inmensidad de este mundo y el regocijo de cada niño cada vez que subía a dar vueltas en la calesita.

Desde aquel día, por una cuestión de evolución, todo cambió en aquella ciudad, su fachada, sus calles, sus negocios, sus casas, sus habitantes, su tamaño, su cantidad de habitantes, pero si hay algo que todavía seguía intacto, inmóvil, estático, era la calesita de la plaza, esa que paseaba a chicos desde hacía mas de veinte años, que hacía giratoria la alegría de los niños, ahora era manejada por Josecito, el hijo de don Gabriel

La calesita de “Don Augusto y Don Gabriel”, aquella que con su música atractiva para los niños, con sus colores, con su magia -esa que solo la encuentra uno cuando es pequeño- y con todos sus encantos, seguía siendo una hechicera de la ilusión infantil.

Josecito (José ya), que vio nacer el carrusel, prometió a “Don Gabriel”, su tata, dueño del juego, y a Don Augusto quien fuera socio de su padre, que se encargaría de contagiarle a todos los niños del lugar el mismo entusiasmo que él había desparramado por aquel entretenimiento.

Por cumplir con su promesa, Josecito pintaba sus cachetes de blanco esperanza, ponía una nariz plástica roja que resaltaba sobre sus rostro, un traje de colores y con su peluca de payaso, salía por la zona céntrica del pueblo a hacer malabares con tres o cuatro pelotitas de colores y a repartir volantes de la calesita, que garantizaban al lector un momento magnifico, con una promoción estupenda: “Comprando dos fichas, Don Gabriel te regala otra. Y además, el gran desafío de la sortija.”

Así, repartiendo esos panfletos y entreteniendo al espectador con su espectáculo de malabares, el heredero del carrusel pasaba todas las tardes de la semana esperando el domingo para comprobar si su estrategia de “marketing” le daba resultado.

Si bien la cantidad no era la de hacía veinte años atrás, los niños se acercaban al lugar en gran número, y cuando les tocaba el turno de subir para tratar de agarrar la sortija, era inigualable la algarabía reflejada en sus rostros, con una sonrisa que comenzaba casi en una oreja y terminaba casi en la otra.

Era fascinante ver a los niños sentirse el mejor equitador arriba del caballito, o creerse la sombra de Juan Manuel Fangio cada vez que subían al autito, o juzgarse casi un astronauta cuando sumergían su cuerpo en una nave y oprimían sus botones uno tras otro imaginándose que llegarían al espacio exterior.

Era realmente asombroso ver desbordar tanto júbilo en sus caras. El tiempo pasaba y se llevaba la vida entre sus manos, todo seguía cambiando, el mundo se iba perfeccionando (o desperfeccionando), y la “bendita” globalización trajo a mano de los niños la Internet, los juegos en red, los juegos electrónicos y el triste olvido de los juegos tradicionales, como el balero, las bolitas, las figuritas, el metegol, y mas aún la calesita.

Avasallado por impuestos, deudas municipales, escasez de colores en las maderas, óxido en los caños, la mirada triste de los caballitos, las ruedas de los autos que ya eran marrones y no negras por falta de pintura, Josecito no encontraba otra posibilidad que apagar el motor de la calesita y cubrirla con algunas chapas por miedo a que le rompan el mayor recuerdo que tenía de su papá.

Entonces, no tuvo más que mirar el cielo –que estaba tapado en nubes -, pedir perdón a su tata y comenzar a cerrar con un viejo chaperío todos los alrededores de aquel gigante dormido.

La gente que pasaba por allí, y que sin maldad ni premeditación había dejado de llevar a sus niños a la calesita, no podía creer lo que veía, aquel lugar que iluminaba la placita los domingos por la noche, hoy era una solo una sombra, triste y oscura como la sensación de José.

La lluvia ya se había largado en la ciudad, y amenazaba con ser eterna. La gente del pueblo, que años atrás había viajado en círculos muchísimas veces, llegó a pensar que quizás eran las lágrimas de don Augusto al ver lo que sucedía, y sin resignarse a ver morir tantas ilusiones, y ayudados por los recuerdos que invadían cada uno de los corazones que por el lugar transitaban, comenzaron a planear algo para devolverles a José a Gabriel y al viejo Augusto algo de lo mucho que estos habían hecho por ellos.

Los vecinos juntaron plata, cada uno llevó un poquito de pintura, un pincel, diarios para hacer gorritos de papel, antioxido para los hierros descascarados, lijas y varias herramientas mas para restaurar aquel sitio que había sido el hospedaje de tantas ilusiones infantiles.

Así pasaron casi toda la semana, una abuela especialista en confecciones textiles le regalo a José un traje de payaso, con muchos mas colores que el original y con una lectura en su espala: “La calesita de Augusto, Gabriel y Josecito”.Fue entonces, cuando recuperando la algarabía que parecía sepultada, no tuvo mas que calzarse el disfraz y salir a volantear como lo hacia en tiempos pasados – pero jamás olvidados-.

El domingo llegó, y los niños desbordaron la plaza como el día que Gabriel y Augusto la inauguraron hacia ya más de veinte años.

Las lágrimas de alegría no paraban de escaparse de los ojos de José y de todos los que le ayudaron a reconstruir aquel lugar de esparcimiento.

El motor comenzó a girar de nuevo, los caballos subían y bajaban con más entusiasmo que antes, las naves ahora tenían un pequeño movimiento gracias a las manos de un mecánico generoso que hicieron posible esto.

Los colores, la música, la sonrisa de los pequeños traviesos que se cambiaban de lugar a cada rato, la emoción de los padres al ver a sus hijitos allí arriba y recordar cuando ellos lo hacían, José, con su traje nuevo ofreciendo la sortija a la mano más astuta, y el agradable y regocijante sonido de los aplausos fueron la postal de un día feliz, muy feliz, solo comparable con aquel momento en que la calesita dio su primera vuelta. No conforme con todo esto, el dueño de la calesita, decidió recompensar la ayuda de los vecinos, y organizo para todos los niños del pueblo una segunda “olimpiada infantil”, que de ahí en adelante, se repite todos los años, con un chocolate caliente al terminar, para homenajear a quienes fueran profetas de la alegría en aquel pueblo: “Don Augusto yDon Gabriel”, que con nombre de emperador romano y de ángel respectivamente, fueron héroes anónimos, de la talla de superman o el hombre araña que solo aquel pueblo conoció.

1 comentario en «La calesita»

  1. hermoso cuento y tan representativo de la realidad que invita a pensar en todo lo que hoy se va perdiendo, los juegos inocentes, las tardes de alegria; en las plazas, las veredas…
    seamos tb nosotro heroes anonimos que defiendan las simples cosas que nos alegran…

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