El diario (4ª parte)

Pedro caminaba por la calle de muy mala gana mientras miraba a su alrededor: una acera en la que reposaba un viejo señor que llevaba una gabardina sucia y casi rota, un banco en el que otro vagabundo estaba acostado sumergido entre cartones, una pared pintarrajeada con spray cuyas letras no decían nada. Pero, pese a todo, parecía normal, parecía como siempre, y de hecho, era como siempre, sólo que con una diferencia: él mismo, enfadado y, sin embargo, cabizbajo por la situación que había vivido horas antes, se daba cuenta de que formaba parte de los que estaban a su alrededor. Se sentía mareado, el mundo le daba vueltas, le dolía la cabeza, sentía ganas de vomitar, pero no se daba cuenta de que lo que verdaderamente pasaba por su cuerpo era una borrachera. Seguramente, se debió dar cuenta de que estaba bebiendo demasiado tarde ya, cuando las chispas de las bombillas empezaban a saltar por sí solas. Intentaba caminar, pero daba cambaladas y no podía resistirse en pie mucho rato, así que no le quedó más remedio que sentarse en la acera que más despojada de orín vio.

No sabía qué había ocurrido antes, no sabía qué estaba ocurriendo y no sabía qué pasaría cuando llegara a su casa y su mujer lo viera borracho. ¿Qué pasaría si un día, de buenas a primeras, me presento ante mi mujer borracho como una cuba?, se había preguntado Pedro siempre, desde que se había casado con Marta, pero nunca se había dado aquel caso, así que no sabía lo que ocurriría si su mujer se llegaba siquiera a enterar de que él estaba en esos momentos tirado en la calle, sentado en una acera, luchando por mantenerse erguido.

Un anciano que también viajaba vagando por las calles se le acercó y se fue a sentar a dos palmos de distancia. Parecía que quisiera ligar con él, a pesar de las condiciones en las que ambos estaban.

–Qué dura es la vida, ¿verdad, hermano? –el viejo parecía incluso más ebrio que Pedro, pero éste se esforzó por no apartar su mirada a causa del olor y disimular su desagrado.

–Pues sí, es dura. Cuando menos te lo esperas, te mete una bofetada.

–Y las mujeres, más duras aún. Las muy zorras… –Pedro cayó. No quería tratar de defender a su mujer, aun siendo un gran defensor del sexo femenino. No quería tener problemas, más de los que tenía, así que asintió y le llevó la corriente al viejo.

–Tengo una mujer que mejor no haberla tenido…

–De patitas en la calle, ¿no?

–Sí, algo así… mejor dicho, me he ido yo. Hemos discutido –en ese momento no pudo resistir las lágrimas y éstas brotaron por su cara, dándose cuenta el hombre que le tocaba un afeitado tan pronto como una resaca. El viejo hizo el intento de hablar, o bien de incluso abrazarlo, pero la borrachera se apoderó de él y se tuvo que volver directamente para echar hasta la primera papilla.

Pedro no vio otra salida que levantarse poco a poco e irse quitando de en medio progresivamente, cada vez más rápido, antes de que el apestoso viejo terminara de vomitar y se diese cuenta de que estaba huyendo. Eso no es así, Pedro, se decía él mismo, hay un hombre ahí en un estado muy chungo y tú te vas cagando leches. Pero a pesar de todo cargó con su orgullo y continuó intentando caminar recto, lo que le resultó imposible, pero al menos fue caminando poco a poco hasta perder de vista al anciano. Espero que, al menos, no le ocurra nada malo, pobre señor, se decía mientras se encontraba cada vez más lejos de aquél. Por las calles que caminaba entonces ya no parecía ni tan borracho él –pues se había calmado un poco mientras había estado sentado y durante el largo camino a ninguna parte–, ni tan sucio el mundo. Por el contrario, no había absolutamente nadie en la calle. Miró el reloj y se dio cuenta de que eran las tres de la madrugada, y de que por eso no había gente en la calle. Es martes, ¿cómo va a haber gente en la calle?, ni yo debería estar aquí, se reprochó a sí mismo.

Para cuando llegara a su casa, la borrachera se habría terminado y sólo quedaría el dolor de cabeza del sueño, seguido por el de la resaca al día siguiente. Fue al día siguiente cuando la luz del sol que entró por su ventana le reveló que era de día y que tenía que ir a trabajar, pero cuando miró el despertador, vio que eran las once de la mañana y que su turno de trabajo había empezado hacía ya cuatro horas. Así que se hizo el vago e hizo el intento de dormirse de nuevo. Pero al darse la vuelta en la cama, se dio cuenta de que su mujer no estaba. Marta solía salir a las nueve de la mañana de casa para ir a casa de la señora Salomé, pero como el día anterior la habían despedido, lo normal sería que a esa hora estuviese acostada, como lo había estado antes de que los problemas económicos llegaran a su casa, antes de tener que ponerse a limpiar mierda de ricos en lujosas mansiones. Le sorprendió no verla allí, y fue entonces cuando se alarmó, pero la resaca podía con su cuerpo y el único esfuerzo que hizo fue el de caminar de tres pasos hacia la persiana y bajarla para que no entrara la luz de la calle. Acto seguido, volvió a dormirse.

Marta llegó a la una de la tarde y se encontró con que su marido se había quedado en la cama. ¿Será cabrón?, se dijo, encima de que me llega borracho y no le digo nada se queda en la cama como un vago. Dejó la cesta de la compra en el sofá, ese sofá cojo que le había provocado un llanto incontenible la tarde anterior, y se dirigió a paso ligero hacia la habitación. Levantó la persiana y despertó a su marido…

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