Textos para el Alma: De culpas y transgresiones (parte II)

   Casi siempre las transgresiones de los niños son, como yo lo veo, simples malentendidos de como funciona el mundo.    

  Yo no tenía respuesta al ¿por qué lo hice?… Pero ¿por qué un niño debe tener la respuesta? ó ¿es correcto que directamente se formule la pregunta de que es lo que le llevó cometer ese acto?   

  La respuesta parecía ser que yo deseaba quitar aquel chicle de mi boca y no tuve en cuenta las consecuencias de pegarlo en la butaca vecina. Seguramente no quería hacerle daño alguno a mi padre; él era indulgente y la certeza de su fragilidad económica dominaba nuestro hogar venido a menos.   

  La otra trasgresión que viene hacia mi mente también lo perjudicó a mi padre, aunque supongo ahora, remotamente.   

  El pueblo en donde yo vivía era pequeño, donde todo el mundo se conocía. Mi padre era maestro, y su propiedad comenzaba justo al otro lado del patio, sobre una callejuela y un estrecho campo de maíz. El terreno del colegio incluía la edificación amarilla de la escuela secundaria, algunos edificios accesorios, un rombo de césped para el béisbol alambrado para el receptor y con gradas a los costados, una cancha de fútbol rodeada por una pista de atletismo, y un terreno para jugar al sóftbol que era algo más (fuera de temporada) que tierra barrosa y césped destrozado.   

  A principios de una primavera, contento quizás porque era marzo (mes de mi cumpleaños), manejaba yo mi bicicleta Elgin con las gomas desinfladas por los terrenos escolares, solo, y pensé en pedalear sobre el barro de la cancha. Era estúpidamente lento como para cuenta que la tierra licuada era barro y que me hundía varios centímetros con cada vuelta de la rueda ( cabe recordar que, encima, las gomas estaban desinfladas).

  Luego de algunos metros, no pude pedalear más. Me bajé de la bici y caminé de regreso con ella a tierra firme; solamente entonces observé, con un tonto golpe de estómago, que había dejado atrás una profunda y sinuosa canaleta en el campo desde la tercera base hasta la zona del lanzador. Parecía como si un malvado gigante hubiera pulsado su pulgar sobre el barro (así lo comparé en ese momento). De forma sigilosa, regresé a casa, quité los trozos de barro de los neumáticos de la bicicleta y deseé que todo sucediera como en los sueños.   

  Mi padre, trajo las noticias a casa del estrépito del vándalo del campo de sóftbol. Los superiores estaban irritados y la búsqueda del culpable ya había comenzado. Yo supuse que mi padre sería despedido si se enteraban que el culpable era su hijo, y que todos iríamos a parar a la villa (convenientemente situada a dos calles de distancia).

  Luego, claro está, todo se resolvió: únicamente recuerdo que nunca confesé lo que había hecho y que la terrible cicatriz permaneció en el campo de sófbol hasta la llegada del verano. ¿Cuántos años tenía en ese entonces? Los suficientes para manejar la bicicleta con fuerza, y joven aún como para no darme cuenta del barro primaveral. ¡Qué ciegos somos mientras avanzamos torpemente por el mundo!   

  Un sentido semejante a la trasgresión y a los pecados mortales se adhiere (en este caso, inocentemente) a este accidente que recién ahora confieso. Hoy vivo a cientos de kilómetros de distancia, mi padre está muerto desde hace más de veinte años y la última vez que vi aquel campo se sóftbol estaba cubierto con césped artificial.   

  John Updike.         

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