Puesta de sol

La brisa era agradable, no hacía calor ni frío. Me encontraba solo. La noche se acercaba dando puñaladas por la espalda mientras el día se escondía entre la recta línea del horizonte. La tenue luz que el sol desprendía me llegaba a deslumbrar. La más tenue luz de la luna llena tras de mí me acariciaba la nuca, se me erizaba el bello, me giré, la vi: era ella. Estaba radiante con su pelo rubio platino cayéndole sobre los hombros en forma de cascada, en forma de lluvia de estrellas, en forma de gota de rocío. Su mirada penetrante, con esos ojos azules verdosos –tanto que me hacían desviar la mirada hacia la poca luz que quedaba del sol, que también me cegaba–, me dejaba inquieto en el césped en el que estaba sentado. Vi su boca, había desviado la mirada un momento hacia sus rojos y carnosos labios. Se acercó. Pude sentirla, pude sentir el roce de sus labios sobre los míos, pude saborear la saliva que desprendía la lengua dulce de aquella chica tan sorprendente. Cerré los ojos, me dejé llevar a un mundo de fantasías y placeres, a un mundo de sabores, de olores, a un mundo de felicidad, de pasión, a un mundo cálido y de luz tenue como el escenario que presenciaba antes de que la hermosura reencarnada en mujer pasara por mi vista.

El sol se escondía. Ya sólo podía ver una pequeña línea por detrás del horizonte. El césped comenzaba a estar húmedo y la luna comenzaba a dar la cara. La cara me la daba ahora la espalda de la rubia, que se había dado la vuelta ante mí y se disponía a liberarse de sus cadenas, esto es, de su ropa –exterior e interior– blanca y transparente, respectivamente.

“No quiero que se gire, no quiero. No estoy preparado. Quiero verla, pero no lo estoy en absoluto. La joderé. No estaré a la altura” estaba pensando al mismo tiempo que la chica se ponía cómoda en el césped –cada vez más húmedo y más frío– y me hacía sentir cada vez más incómodo a mí. La imagen que tenía de la joven aún era su espalda, tostada, bronceada, morena en contraste con su pelo y con sus ojos claros, pero pronto –presentía– vería lo que no era espalda, y no estaba preparado. Me sentía nervioso. Quería al mismo tiempo que no quería ver lo que había detrás de esa rubia morena, quería y no quería rodearla con mis brazos para que no pasara frío –aunque ella misma se lo había buscado–, quería besarla otra vez, quería, quería…

No pude resistirme a tal belleza cuando la joven, sedienta, se tumbó boca arriba y dejó ver sus pechos –lindos pechos– ante mis inocentes –y deseosos de pasión– ojos. “No puede ser. Debo de estar soñando. Es una fantasía, al mismo tiempo que una pesadilla. Quiero despertar. Quiero… dormir”. La joven notaba que yo estaba cada vez más nervioso, que quería mirar y deseaba poseerla, pero que no me sentía capaz de hacerlo, de modo que se abalanzó sobre mí, dando un vuelco a la situación –física, que no histórica– y colocándose sobre mí. Mi espalda quedó totalmente mojada por el césped. El sol ya se había puesto y la luna había asomado, me guiñaba el ojo y me decía que atacara. La bese –a la chica– e intenté hacerla mía, intenté poseerla en medio de un jardín húmedo, sombrío y oscuro, sólo iluminado con la luz de la luna –fiel compañera aquella noche– y con el resplandor que debía de salir de mis ojos, brillantes por la emoción y por el miedo. La pasión se desató entre nosotros. Ella era tan experta y yo parecía –era– tan principiante…

No pude hacer nada. La llamada del auxilio acudió a la joven rubia y se la llevó de mi mano: la cena estaba lista. Mi prima se levantó, se abrochó la blusa y, con un gesto mezcla de maldad, de amor, de pasión y de compasión, me miró y se levantó para dirigirse al interior de la caseta que había al fondo del camino. No tuve más remedio que reincorporarme y quedarme sentado en el jardín –húmedo por la noche– contemplando las estrellas, pues el sol había cumplido su jornada. Era de noche. Tenía frío. La brisa nocturna me abrazaba –ya no abrasaba– con una capa negra y fría de tristeza. ¿Realmente la quería? ¿Realmente quise poseer a la joven rubia y guapa, que era mi prima? ¿Realmente quería besarla? ¿Realmente quería acariciarla? ¿Quería realmente abrazarla para quitarle el frío o para darle calor?

Desperté empapado de sudor. Hacía bastante calor bajo las sábanas. Hice el intento de destaparme, de moverme hacia otro lado más fresco de la cama, de refrescar mi cuerpo, de despejarme de la pesadilla –o sueño, depende de por donde se mire–, de acomodarme. Pero no fui capaz: bajo las sábanas, y sobre aquel colchón caliente, una pierna suave –suavísima. Se me hubieran resbalado las manos al intentar deslizarlas por ella– y apacible rodeaba con cariño mi cintura.

1 comentario en «Puesta de sol»

  1. la verdad que te felicito por lo que escribiste. yo escribo mucho pero no me animo a publicar nada en internet.tu relato tiene todo yme hace acordar a mis dias enlos que yo estaba de novia. chau

    Responder

Deja un comentario