Presagio (parte XI)

Edu andaba por la calle donde estaba la casa en la que siempre había vivido con su madre. Veía a la gente que pasaba y lo señalaba, diciendo «mira, ese es el chico que soñó que su madre se iba a suicidar la noche antes y no hizo nada por remediarlo. Seguro que quería que lo hiciera el muy cerdo». Todos lo señalaban y murmuraban acusaciones contra él. La presión se apoderaba de sí. Al llegar al portal veintiuno, otrora el hogar de su madre y de él, y anteriormente también de su padre, se encontró con la vecina de enfrente, de cuya boca no salió ningún tipo de pésame ni de intento de ánimo, sino palabras que hirieron al muchacho: «Ya te lo advertí». Estaba cada vez más confuso, porque no sabía a qué venía que todo el mundo estuviera contra él, sobre todo sabiendo que no le había contado a nadie lo de su sueño. Era extraño.

Subió por la escalera hasta el piso número ocho, sin voluntad ni ganas de utilizar el ascensor, no fuera a encontrarse con algún vecino dentro en el largo trayecto hacia arriba. En aquel edificio nadie utilizaba las escaleras, eran demasiados pisos como para tomarse la molestia. Cuando llegó arriba, agotado de subir tantos escalones, se dirigió a la puerta de su casa y sacó la llave del bolsillo. El llavero ya contenía las llaves de su nuevo hogar. Abrió la puerta y entró. Fue directo al estudio de su madre y rebuscó entre sus borradores. Pero, para su sorpresa, el libro que había empezado a escribir no estaba, y en lugar de eso había un cuaderno de notas. Lo cogió y quiso saber en qué consistía, y sobre todo, por qué estaba allí eso y no el manuscrito del teatro.

Se sentó en el sofá del salón y abrió el cuaderno. Dentro encontró una hoja escrita, y al leerla la reconoció: era un papel escrito a lápiz, con varios tachones e intentos de firma al final, era sin duda el borrador que alguien había hecho de la nota del suicidio.

Al levantar la vista vio, en un retroceso de tiempo, cómo su madre entraba en casa cargada de libros del instituto, y sobre el montón de libros llevaba el documento encuadernado de su obra, que estaba terminada y lista para registrar y publicar. Detrás de ella se cerró la puerta de entrada, lo que hizo que María José se girara aterrorizada. De la cocina brotó una voz ronca y grave, una voz conocida. Entonces salió la figura de un hombre alto, aparentemente joven, moreno, con un traje de chaqueta y un vaso lleno de algún tipo de bebida alcohólica en la mano derecha. No le pudo ver la cara, pero sí pudo ver cómo cogía a su madre por la cintura obligándola a pegarse a su cuerpo, cómo la abofeteaba al soltarla y cómo la arrastraba a la fuerza hacia el balcón. Después la sujetó con su mano izquierda, y con la mano derecha, mientras bebía un largo sorbo de la bebida, miró fijamente a los ojos a Eduardo. Éste pudo ver perfectamente el rostro de la persona que iba a empujar a su madre hacia el vacío. Se le heló el corazón, tenía ante sí, ante sus propios ojos, al asesino de su madre, y estaba completamente seguro de que lo estaba viendo. Tenía ante sí a su padre.

Después de mirarle a los ojos con esa mirada penetrante, empujó a María José, debilitada por el dolor que le causaba el pecho, y se giró hacia su hijo. Pero cuando Eduardo le miró, reconoció a Esteban, que se acercaba a él y le quitaba sin ningún esfuerzo el cuaderno de notas. Fue a la mesa del estudio, seguido por el chico, y arrancó la página donde estaba escrita la nota. En la siguiente página que había libre, comenzó a escribir:

Para que todos los culpables paguen su condena, os voy a contar toda la historia.

Edu, asombrado y postrado ahora ante el hombre aquel, podía ver cada palabra que escribía, sentado en el asiento donde su madre había compuesto, sin duda, la que sería la próxima obra maestra del teatro español.

Cuando firmó el papel, salió corriendo hacia la salida de la casa. El chico lo siguió pero no alcanzó a ver qué había hecho. Sólo descubrió que el libro ya no estaba sobre el montón que había sobre la caja. Intentó buscarlo, pero entre tantos nervios, tanta angustia, tanto revuelto y tantos libros de texto, cuando se cayó uno de los ejemplares de Lengua y Literatura, Primero de Bachillerato, y noto el impacto contra el suelo, se despertó de un salto, envuelto entre las sábanas de su cama a causa de la ansiedad que le producía el sueño.

 

Era de noche, y se dio cuenta de que se había quedado dormido por la tarde cuando llegó del juzgado. Todo había sido un sueño. Ojalá hubiera sido lo mismo la muerte de su madre y el juicio, y todo lo demás. Pero eso no era así. El único sueño había sido la visión de Esteban arrojando a María José por la ventana y robando el libro.

Estaba atormentado. La casa estaba en completo silencio. Su padre estaba dormido y el mayordomo ya se había ido.  Hasta las siete de la mañana no volvería, y eran las dos de la madrugada, de modo que no había por qué preocuparse para salir en busca de aquel cuaderno de notas que había encontrado en el sueño.

(Continuará…)

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