Presagio (parte IV)

(Dio varios pasos por el salón y terminó sentándose en el sofá. Estoy segura, se dijo una y otra vez, es una broma, es una broma).

A las tres menos cuarto de la tarde del martes veintiuno de marzo, Eduardo volvía del instituto cuando se encontró con una multitud de gente alrededor de unas vallas y el cuerpo de policías. Se acercó, abriéndose paso entre la gente, y su primera respuesta fue un grito de horror al descubrir que detrás del inspector jefe de homicidios yacía el cuerpo de su madre, con la cabeza abierta por el golpe que había sufrido contra el borde de la acera. Las paredes del hall del piso estaban manchadas de sangre, que había sido salpicada tras la caída de la víctima.

—¡No! ¡No puede ser! ¿Cómo es posible? ¿Quién puede haber hecho esto? —No dejaba de llorar y de hacerse numerosas preguntas. Era consciente de que no se llevaba demasiado bien con su madre, pero la quería, y la trataba como tal.

—Es usted el hijo de la víctima, ¿verdad? —El inspector jefe se había acercado al chaval y tenía su mano en el hombro del que colgaba la mochila repleta de libros del instituto.

—Sí, soy yo. ¿Qué ha pasado? —La voz del muchacho sonaba con un tono mezclado de llanto y enfado.

—Encontramos tu foto en una mesa junto a esta nota de despedida. Todo indica que ha sido un suicidio. El porqué no lo sabemos. Pero de cualquier manera, es doloroso, así que aquí tienes el teléfono de un equipo de psicólogos que te podrán ayudar. —El hombre era serio, aparentemente maduro, alto, delgado y con una voz de bajo potente.

—Gracias, señor —logró emitir el chico, ahora entre lágrimas.

Leyó la nota y cayó de rodillas nada más leer la primera oración:

No puedo más con este mundo.

Después de haber leído eso, no sabía si podría aguantar hasta el final de la nota. No obstante, hizo un esfuerzo por leerla, ya que eso querría su madre.

He sufrido demasiado y no me lo merezco. No quiero pasar por otro infierno. Quien encuentre esto, que le diga a mi hijo Edu que lo quiero mucho, y que siempre estaré con él.

María José.

Aunque breve, la lectura de la nota se le hizo más larga que las horas aburridas de clase. No le importaba quién estuviera allí presente, en cuanto hubo terminado de leer rompió a llorar.

Una compañera de clase, Estefanía, que pasaba casualmente por su casa, se acercó y lo abrazó. Ambos estuvieron un rato sollozando unas horas después, sentados en el sofá del salón. Los silencios rotundos en la casa se interrumpían con los llantos de Eduardo y los susurros de Estefanía. Suerte que la chica pasara por allí cuando el chico estaba derrumbándose.

—Pero ¿cómo puede haber hecho eso? Tan mal no estaría como para llegar a ese extremo, ¿no? —Al chico le costaba pronunciar las palabras, que se ahogaban en sus sollozos.

—Edu, hay veces que la vida da una vuelta, a veces para bien y a veces para mal. Lo siento mucho, cariño. Estoy aquí contigo. Para lo que necesites. —Nunca habían sido amigos, siempre se habían limitado a hablar de temas académicos en las horas libres de instituto, pero ahora ella ofrecía su hombro y su corazón para compartir el dolor.

El ahora huérfano de madre se abrazó a su amiga y derramó las lágrimas más amargas y angustiosas que hubiera llorado en toda su vida.

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