Presagio (final)

Han pasado quince años desde que mis padres murieron, cada uno por una causa distinta. En la lista de objetivos de mi madre no estaba el de lanzarse al mundo por un balcón desde un octavo piso, ni en la lista de objetivos de mi padre estaba envenenarse con un vaso de whisky, pero ambos terminaron así. Y yo, muy a mi pesar, no pude hacer nada. Más tarde me arrepentí de no haber investigado antes mi sueño en el que veía cómo caía por los aires.

En los años próximos, me interesé en estudiar psicología y leí una y otra vez las teorías de Freud sobre los sueños y el inconsciente. Escribí un libro sobre el psicoanálisis y la hipnosis con la ayuda de un psicoanalista que conocí en un foro de autoayuda y con el que me cité varias veces para tomar algo mientras hablábamos sobre el tema.

El abogado que defendió a mi padre en aquel juicio fue suspendido de su trabajo y encarcelado. Se lo merecía. Aunque fuera mi propio padre quien le pagaba y a quien habría salvado de la cárcel de haber salido bien la jugada, se lo merecía.

El inspector Balada mandó en cuanto le dijo aquello el psicólogo a un equipo para registrar la casa de Míchel, pero nadie encontró nada, y el sospechoso juraba que no había robado esa maravilla, porque no era digno de registrarla a su nombre. Le costó sudores fríos hacer creer a los interrogadores que decía la verdad. La policía nunca encontró el libro que había escrito mi madre, y al principal sospechoso lo encarcelaron. Es posible que mantuviera una relación de generosa amistad con Esteban Suárez, no lo sé, pero en cualquier caso, no escapará de aquellas rejas.

A los años de haber heredado la empresa y la casa de mi padre, vendí la que había sido mía y de mi madre desde el momento de la separación, aunque me dolió, pero era evidente que ya no la necesitaba. Saqué algún que otro beneficio de la venta, y pude permitirme un buen coche, que es el que ahora tengo aparcado en la puerta de mi casa.

Después de todo el ánimo que me supuso haber adquirido un medio seguro de vida, sufrí una horrible depresión que me llevó a dejar de estudiar la psicología que tanto me había entusiasmado, y aparqué todos los libros de Freud y los apuntes de la facultad a un lado. Estefanía me ayudó muchísimo. Ella y el buen psicoanalista que me había ayudado a escribir aquellos libros. Es curioso como un psicólogo puede caer en una depresión, pero es así. La naturaleza humana, impredecible. Me recuperé y volví a estudiar, pero ya no quise volver a oír hablar de Freud, lo que causó cierto alboroto entre los lectores que buscaban entre mis líneas un medio para llegar a la felicidad. Terminé con la carrera de medicina y me especialicé en medicina forense, ayudando, aunque pocas veces, al inspector Juan Balada a resolver algún caso. Pero, pese a todo, trabajo no me faltó, y dinero tampoco. La empresa que heredé de mi padre continuó siendo mía, pero ya no quise seguir sus pasos y no tocaba nada en lo referente a su funcionamiento. Martín se hizo cargo de ello desde que decidí contratarle, y hoy tiene un salario más que respetable gracias a su aplicación.

Estefanía y yo tenemos ahora una niña que se llama Bárbara, de tres añitos, guapísima, como su madre, y estamos esperando un varón, al que tenemos pensado llamar Juan, en honor al inspector.

Hace unos meses iba comprando por unos grandes almacenes y contemplé algo que me dejó petrificado: en la estantería de novedades se encontraba el título más hermoso, más nostálgico, pero sin embargo más robado del mundo. Desde mi carro de la compra, y con mi hija montado en él, pude leer la portada de Memorias de una maltratada, por Emilio Benítez Muñoz.

Fui a la firma de libros de ese tal Emilio y lo reconocí al instante. Tenía una musculatura mucho más marcada, vestía traje de chaqueta y corbata, zapatos negros, camisa azul claro, le noté las lentillas de color verde que llevaba en sus ojos en origen marrones, tenía la dentadura perfecta, obviamente tras años de ortodoncia, y tenía la nariz y los labios recién operados.

Quise, por todos los medios posibles, desprenderme de esta idea de mi mente. Pero no lo logré, y por eso escribo esto. Ya no puedo decir nada sobre el caso, estaba cerrado y con Míchel y Esteban como culpables. Quizá no lo fueran.

Miré fijamente durante el momento de la firma de mi ejemplar al supuesto autor de la maravillosa obra de teatro. Intenté admitir que me había equivocado, y creedme porque lo hice con todas mis fuerzas. Pero era él.

 

Quizá no merezca la pena decir qué fue de Eduardo a partir de aquellos días. De todas formas, ya no es su vida parte de esta historia. Puede que algún día los que estamos aquí, detrás del papel, detrás de la pluma, seamos capaces de hablar del tema, pero para eso habrá que esperar, no se sabe si eternamente…

FIN

© Copyright 2007 de Jorge González Jurado. Todos los derechos reservados.

Deja un comentario