Nochebuena (2ª parte)

El tiempo se ha desprendido sobre nosotros como unas gotas, leves, de licor sobre una tarta de whisky. Las horas han pasado volando, eran tres, y el turno les llega ahora a las charlas de sobremesa, en las que se discute sobre trabajo, sobre música, sobre viajes, todo lo relacionado, ahora sí, con la vida cotidiana. Ahora esperan todos los vasos vacíos que, una vez retirada por completo la mesa y todos los platos de comida usados, han sido colocados ante el asiento de cada uno, en la pequeña porción de la larga mesa familiar, a la espera de que sean llenados de hielo y de su correspondiente licor, a elegir por caprichosa decisión. Los invitados conversan y miran, una vez más, la televisión, que no ha estado apagada en ningún momento de la noche y que ahora emite un programa en el que incluyen las actuaciones de algunos cantantes, lo cual da lugar a comentarios sobre las canciones cuando se hace un breve silencio y se escuchan éstas de fondo, o sobre el cantante en cuestión, si sólo se ha mirado, como es el caso de ahora, la pantalla del televisor. En ella aparece un tipo con barbas vestido de blanco, barbas zarrapastrosa y pelos largos y rizados recogidos en una cola. Está sentado ante un piano negro y simula, moviendo los brazos al son de un vals de Chopin, que lo está interpretando con su más delicada dedicación pianística. Es el Sevilla, el famoso cantante de los Mojinos Escozíos, un artista donde los haya, pero no un pianista. Ello da lugar a una larga conversación de unos veinte minutos sobre la trayectoria artística del grupo, que ha provocado algunas risas, no más que las necesarias en una noche como ésta.

En la cocina, el cabeza de familia prepara con exquisito empeño los postres, bien presentados, que vamos a tomar los que en la mesa estamos sentados debatiendo sobre el sabor del turrón y de los polvorones. En la vida cada minuto es un milagro que no se repite. Éste, seguro, no volverá a repetirse, en estas mismas circunstancias, con absolutamente toda esta gente que hoy cubre la mesa del salón, que no es mucha, sólo, también, las suficientes. Dentro de unos días, cuando el año llegue completamente a su fin y nos sentemos ante la televisión, de nuevo, para esperar a que suenen las campanadas que emiten el juicio final de este dos mil ocho, estaremos aquí otra vez presentes algunos de los que hoy estamos sentados ante la mesa, pero otros faltarán. No se repetirá, por ende, este acontecimiento, no hasta dentro de un año. Carpe diem. Lo hemos aprovechado, hemos pasado una velada importante y divertida, y no hemos pensado, como debiéramos, en la gente que no se puede permitir este lujo. En fin, si la vida fuese de color de rosa, no existirían las tragedias. Y éstas, las tragedias, ya existían en la época clásica, no las vamos a cambiar…

Nos traen los postres. Mojamos la fabulosa tarda al whisky con cuarenta grados del licor que su mismo nombre lleva, y entonces siento cómo ha pasado, volando, magnis itineribus, el tiempo sobre nosotros.

Feliz Navidad.

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