Máxima audiencia. Capítulo 9

(Fernando enfocó una pequeña cámara de video acoplada a la antena y empezó su discurso:)

“Bienvenidos a la inquietante hora de Fernando, ustedes que están en sus casas, ¿no desearían una vida mejor? Déjense arrastrar por el increíble mundo de la literatura, déjense embaucar por el silbido de la naturaleza, leviten por las sinuosas faldas del asfalto hasta conocer nuevos lugares, nuevos mundos. Es hora de que el otoño sea otoño, de que el amor surja de nuevo, es hora de amar. Que peor desdicha hay en la vida que la de ser esclavo de algo. La libertad, querido público, hablo de libertad… quiero que todo el mundo se ponga en pie, alce la mirada a su alrededor y se abracen. En su mirada se debe reflejar la ilusión de ser humano, no solo eso, sino de ser persona, un ser libre. Quiero que rían durante una eternidad hasta que se asfixien en su propia alegría. El producto que yo les ofrezco no les costara ni un penique, tan solo un sacrificio…dentro de media hora, todos ustedes se levantaran del sillón, agarraran la televisión y la tiraran por la ventana. Si señor, eso he dicho, arrojaran su aparato de ocio por la ventana y en seguida notaran las punzadas de la vida que les invita a salir a la calle a bailar, saltar, gritar, correr sin rumbo y enloquecer de amor hacia el mundo. No se lo piensen amigos, les estoy ofreciendo el paraíso por el módico precio de su televisión. Y si no quedan satisfechos se la devolveremos como nueva. Aquí se despide Fernando, vuestro fiel y mejor amigo”.

Doc y yo lo mirábamos con intriga y desesperación.
— ¿Cree que ese absurdo discurso dará resultado?
— Sinceramente no lo se, ni siquiera me lo había preparado, sólo me dejé arrastrar por la emoción del momento. Para enterarnos, deberíamos bajar a la ciudad y comprobar lo que ocurre.

Cogimos de nuevo el coche y pusimos rumbo a la ciudad. Estaba ansioso por saber lo que había ocurrido, la verdad es que no puse muchas ilusiones, pues la gente llevaba mucho tiempo enganchada. En fin, me dejé acariciar por los primeros despuntes del alba mientras contemplaba  la ciudad dormida.
Fernando, aparcó el coche en la calle principal y observamos la ancha avenida, faltaba tan solo un minuto para que se cumpliera la media hora indicada y los tres solo teníamos vista al segundero del reloj, convirtiendo ese minuto un una vida entera

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