El Diario (9ª parte)

Eran ya casi las seis de la tarde, según habían mirado en el reloj digital que había en el ascensor. Ana ofreció a su amigo que se quedase en su casa y comiera algo. Volvieron a llamar al padre de la muchacha y éste tardó unos quince minutos en llegar. Mientras tanto, a Johann se le escapaban algunas lágrimas sólo de pensar en la situación que un momento antes había tenido que presenciar. No sabía ya si pensar que su padre era culpable o que Salomé era una mentirosa. No sabía si sería su padre capaz de hacer tal cosa, pero en cualquier caso, se había puesto como furioso como nunca durante su escasa presencia, lo cual no llevaba a que Johann hiciera ningún pensamiento bueno acerca del tema.

Se abrazó a su amiga de nuevo y apoyó su cabeza en el hombro de la rubia. Notó entonces lo suave que era su pelo, nunca antes había notado aquella sensación tan cerca de él, ni tampoco de lejos. Volvieron a brotar lágrimas de los ojos del muchacho, Ana pudo notarlo en su hombro y en la respiración de su amigo, que se entrecortaba cada vez con más intensidad, hasta llegar a ahogados sollozos. Para cuando llegara el padre de Ana, el joven se habría calmado un poco y, al menos, sus ojos ya no estaban muy enrojecidos, lo suficiente como para poder disimular ante el padre de su amiga que había estado llorando. De nuevo se le hizo eterno el viaje de vuelta hacia la casa de Ana, realmente estaban casi a la misma distancia, pues Johann y Ana no eran exactamente vecinos pared con pared, pero sí eran convecinos dentro de una barriada, y si el chico se asomaba por la ventana de su habitación, que daba a la calle, podía ver, si la muchacha tenía la ventana de su dormitorio abierta, lo que ésta hacía en su casa. A veces había sentido la tentación de espiar a su amiga para verla recién salida de la ducha, e incluso alguna vez tuvo la oportunidad de presenciarla mientras se despojaba de su toalla, dejando descubierto su fino cuerpo de adolescente, y se vestía al mismo tiempo que cantaba y bailaba, seguramente una de esas canciones que ponían malo al muchacho. Johann se ruborizó durante un segundo mientras pensaba en esos detalles que había podido contemplar aquella tarde, no hacía mucho; después consiguió apartar el recuerdo de su mente, por si su amiga podía adivinar en qué estaba pensando o pudiera notárselo el padre, cosa que le hacía menos ilusión.

Llegaron a su destino cuando la aguja más larga del reloj analógico que llevaba el padre de Ana posado sobre la guantera pinchó sobre el número cuatro, es decir, eran las seis y veinte minutos. La tarde había entrado, el sol ya no era tan intenso como horas antes, cuando ambos llegaron a sus respectivos hogares, una suave brisa acariciaba los árboles que decoraban las calles en las que vivían los dos estudiantes. Johann notó un breve, y leve, placer al salir del vehículo, dada la sensación que daba el pobre vientecillo que soplaba ante ellos. Sintió como si las lágrimas no fuesen a aparecer de nuevo.

Los tres entraron en la casa de Ana, siendo el primero su padre por ser quien tenía las llaves del hogar, y ésta le dijo a Johann que tomara asiento.

–En un segundo estoy aquí de nuevo, voy a cambiarme –dijo Ana con tono optimista, para que su compañero se alegrara un poco, según supuso él mismo. Marchó en una carrera hacia su dormitorio, en el piso superior, mientras Johann, tras haber asentido a la orden de su amiga, se dirigía hacia el sofá y se sentaba, sintiendo otro placer, más agudo que el anterior, al notar sus nalgas posándose en el blando cojín del sofá. Por un instante, le vino a la mente el hecho de que aquel sofá pudiese estar cojo, e incluso miró hacia una pata, pero no se correspondió su pensamiento con la realidad.

Allí esperó varios minutos hasta que su amiga apareciese vestida de Eva –la compañera de Adán–. Llevaba un top que, a juicio del propio Johann, mejor no haberlo llevado, pues enseñaba más que si no llevase nada que la vistiera. Unos diminutos pantalones cubrían las nalgas de la joven al mismo tiempo que marcaban una hermosa figura femenina desde los ojos del muchacho. Las sandalias eran más discretas, algo callejeras, pero como estaba en su propia casa, podía llevar lo que le apeteciese, como juzgó Johann. El cuadro lo remataba una trenza que abarcaba todo el pelo de la adolescente, dando a sus ojos azules un toque de niñez impropio para el modo como estaba vestida. El muchacho incluso llegó a ponerse nervioso, pero intentó apartar pensamientos extraños de su cabeza, sabía que el padre de su amiga estaba presente, no en el salón, pero sí dentro de la casa, y no sería capaz de volver a dirigirle la mirada si le descubría mirando el trasero de su hija. Antes de que el chico se diese cuenta, inmerso en su asombro, Ana se sentó a su lado en el sofá. Se abrazó a él, lo que le sorprendió con creces al muchacho, y le besó en la mejilla.

–¿Estás mejor ya?

–Sí, creo que sí –no sabía qué hacer. Su propia amiga no parecía intentar sino excitarle.

El padre de la muchacha apareció por el umbral de la puerta que daba al salón con un plato que contenía una ensalada y un vaso de agua.

–Una comida sana y ligera te vendrá mejor que pollo con patatas fritas –dijo mientras depositaba el plato encima de la mesa que había frente al sofá. Johann le estuvo agradecido y piropeó el plato de ensalada en contadas ocasiones, dado el hambre que sentía.

Ana le hablaba de diferentes temas, todos ellos propios de su género, pero Johann escuchaba atento las batallitas. A pesar de no ser partidario de apoyar a las mujeres en que hicieran del cotilleo un deporte cotidiano, el chico siempre solía mostrarse educado y respetar que su amiga conversara con él acerca de eso. Peor es que no me hable, se decía siempre a sí mismo.

En mitad de la conversación, cuando el chico estaba terminándose su almuerzo-merienda –pues ya era la hora propia de la merienda–, la conversación se interrumpió con algo de lo que Johann no se había percatado desde hacía ya varias horas, desde que saliera de su casa en dirección al hospital. Notó vibrar su teléfono móvil en su bolsillo derecho, lo que supuso un sobresalto. Dejó el tenedor con la lechuga pinchada apoyado en el plato, bebió un rápido sorbo de agua y se sacó el móvil del bolsillo. Ana no había callado hasta entonces, pero en ese momento permanecía en silencio a esperas de que su amigo respondiera a la persona que estaba al otro lado del teléfono.

–¿Sí? ¿Dígame? –preguntó el muchacho, algo arqueado, como era normal cada vez que le sonaba el teléfono. Era una manía que tenía.

Nadie contestó al otro lado del teléfono, sólo había un suave rumor, como si alguien estuviese cantando.

–¿Oiga? ¿Me oye?

No hubo respuesta alguna, ni rastro de ninguna voz. Le recordó al momento en el que había estado comentando acerca del diario, cuando había dicho que le parecía que sería interesante de leer, cuando había encontrado el diario manteniendo el sofá en equilibrio, cuando llamó a su madre, cuando su madre colgó, cuando se oyó el pitido… El sobresalto de Johann fue mayor aún cuando se despegó el teléfono de la oreja y miró el número con el que estaba conectado. El número de teléfono correspondía con el de su madre. Asustado, nervioso, volvió a acercar el teléfono a toda prisa a su oído, y entonces sólo escuchó un pitido, el mismo que había escuchado al finalizar aquella conversación con su madre, el teléfono se había cortado.

Recordó una imagen fugaz en la que veía el teléfono móvil de su madre sobre la mesa de la entrada. Eso fue lo que terminó de preocuparle, pues sólo podía significar dos cosas: que su padre había llegado a casa o que alguien desconocido había entrado en ella. Corrió veloz como el viento hacia la habitación de Ana, y aunque notó al entrar ese olor que tanto le atraía, el olor corporal de su amiga, hizo caso omiso de él y se encaminó hacia la ventana. En tres pasos había llegado, a pesar de la gran superficie del dormitorio. Una sola mirada le bastó para reconocer una silueta en su dormitorio, cuya sombra daba a entender que era alguien a quien Johann no conocía, pues no sabía de nadie que soliera llevar en la cabeza un bombín. El tipo pareció sentirse observado, porque desapareció tras la cortina y no se volvió a ver…

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