El Diario (17ª parte).

El timbre sonó. Ana estaba segura de que su amigo se habría entretenido con cualquier vecino. Pero ahora estaba esperando que le abriera la puerta, de modo que se puso en pie de un salto, se calzó las sandalias que siempre llevaba por su casa, y bajó a abrir la puerta.

Volvió a sonar el timbre segundos antes de que Ana llegara a la puerta, no quería bajar corriendo porque ya alguna que otra vez se había caído o se había tropezado.

Cuando fue a abrir la puerta, se dio cuenta, sin haberse fijado antes, de que estaba sola en casa. Su padre no estaba, no sabía adónde habría ido, pero no estaba, lo supo, entre otras cosas, porque siempre lo encontraba sentado en el sofá viendo la televisión, y en aquel momento no lo vio allí ni oyó sonido alguno que viniera de la cocina. No pensó más en el asunto. Habrá salido un momento, pensó. Pero, en cualquier caso, todo pensamiento se esfumó de su cabeza cuando fue a abrir la puerta, quería estar entera para Johann.

Detrás de la puerta, como ella había esperado, estaba Johann, pero venía acompañado. No pudo decirle nada, no pudo hablar, no le dio tiempo, pues los acompañantes de su amigo se abalanzaron sobre ella y le taparon la boca para que sus gritos no se oyeran desde fuera de la casa. Uno de los tres que había en la puerta junto con Johann se quedó sujetando al muchacho, que estaba atado de manos y tenía una cinta que le rodeaba la cabeza a la altura de la boca. La chica intentó gritar lo más fuerte que le permitió su garganta, pero, pese a todo, el sonido se quedó en las manos robustas del que se la tapaba mientras su otro compañero se dedicaba a cogerla por los pies. Sin que la joven se diese cuenta, sin que aparentemente el tiempo pasara, la levantaron en peso y la soltaron sobre el sofá, no sin haberse asegurado de que no gritaría, para lo cual el muchacho que sujetaba a Johann mostró una pistola que, automáticamente y sin necesidad de dar ninguna orden, hizo callar a la rubia.

Ana fue atada de pies y manos en tiempo récord, y en unos instantes ya se encontraba con la cabeza hacia abajo, colgada de la espalda del más fornido de los desconocidos. Su amigo también iba a su lado, aunque no colgando, porque sólo por su aspecto se deducía que debía de pesar más que la muchacha, así que iba caminando con dificultad mientras le sujetaban las manos a la espalda. En poco tiempo, el suficiente para llegar desde la puerta de la casa de Ana hasta el coche aparcado en la acera, a unos cincuenta pasos, uno de los matones abrió el maletero y el tipo ancho de espaldas, el que llevaba a la muchacha, dejó su mercancía en el interior. Cerraron el maletero y metieron a Johann por la fuerza en el asiento de atrás del vehículo, ordenándole que si se atrevía a intentar huir, matarían a su amiga antes de que emprendiera la carrera. El chico estaba aterrorizado y no hizo otra cosa que obedecer sin pensar en nada.

El coche no tardó en ocuparse por completo, uno de los matones, el de la pistola, detrás, al lado de Johann, aunque sin apuntarle, no fuera a ser que se topasen con la policía de cara al salir del barrio, y los dos restantes matones en la parte delantera del coche, uno al volante y otro, el más fornido, en el asiento del copiloto.

Uno de ellos, no se supo exactamente cuál, murmuró:

–Trabajo hecho, impecable.

Y otro, éste sí se sabe que fue el del volante, por lo que se descarta que fuera éste quien dijera lo anterior, respondió:

–Nos merecemos un descanso.

Johann no sabía adónde mirar. Desde su asiento era capaz, como todos los viajeros del automóvil, de oír los gemidos que bramaba la chica.

–Aparca en un descampado, lo solucionaremos –dijo el tipo de la pistola con un tono que a Johann no le pareció en absoluto placentero.

Pasados unos kilómetros, llegaron al destino que el tipo había mencionado minutos antes, y el coche se detuvo en el terreno que su conductor encontró en mejor estado.

Los tres hombres se bajaron del automóvil y sacaron de un tirón a Johann también. El chico se tambaleó cuando lo soltaron después de un empujón que no serviría para otra cosa que para atemorizarle. Hizo efecto, pues llegó a pensar que le iban a meter una bala entre ceja y ceja, pero, para su desgracia, el motivo de la parada era mucho peor.

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