El Diario (13ª parte).

Johann no podía creer lo que acababa de escuchar. Simplemente, no podía creer que su amiga se le estuviese declarando, y menos de aquella manera, yendo a su casa cuando menos lo esperaba, cuando estaba solo, como pensando que si ocurriera algo estarían totalmente solos y podrían estar a sus anchas. Pero la reacción del chico fue totalmente distinta a la que esperaba Ana. Ésta vio cómo se le resbalaba al muchacho el sudor por la frente, a pesar de que no hacía demasiado calor en la casa. Vio cómo empezaba el joven a temblar, vio cómo le costaba mirarla a los ojos, mirarla a la cara, ni siquiera podía mirarle las piernas, las piernas que se había dejado ver considerablemente al vestirse ese cortísimo pantalón vaquero para que el muchacho se sintiese más atraído por ella. Vio también que su amigo estaba pasmado, más que pasmado, estaba quieto, mirando al vacío, sin saber qué decir, sin saber qué hacer, estaba sólo mirando a la nada. A saber lo que estaría pensando. Lo único que la chica sabía era que se estaba cansando de esperar en silencio y que tenía que decir algo para acabar con el mismo.

–Dime algo, Johann, no te quedes callado. Parece que te ha dado un patatús –Ana intentaba hacer que su amigo se animara, no que se animara, más bien que se percatara de que ella seguía allí esperando una respuesta, positiva o negativa, indecisa en cualquier caso, pero una respuesta al fin y al cabo. Pero éste no la daba, y ello ponía mala a la mujercita que era Ana.

Con todo, pasaron algunos minutos, algunos momentos antes de que Johann lograse articular una palabra, el más mínimo sonido, una corta y breve respuesta:

–Sí.

Siempre que uno responde que sí a algo significa que lo permite, ¿no? ¿Había, entonces, permitido Johann que su amiga estuviese enamorada de él? No podía ser, si hacía momentos que el muchacho estaba comiéndose el coco por ver a su amiga suspirar por otro chico cuyo nombre, ni cuya presencia, conocía. No puede ser, pensaba Johann, no puede ser que mi amiga, mi mejor amiga, la chica con la que he compartido tantos momentos íntimos confiando en que no fuese con ella con quien me tocara vivirlos en un futuro, me esté diciendo, me acabe de decir, me acabe de declarar que está enamorada de mí. Bueno, tampoco ha dicho que esté enamorada de mí, ha dicho exactamente que le gusto. Eso no quiere decir que esté calada hasta los huesos por mí, porque de lo contrario me lo habría dicho antes. Pero mírala, Johann, está ahí sentada delante de ti, con sus piernas relucientes, brillantes y suaves cruzadas en posición sexi, está buenísima. Dile algo, pavo, que llevas ya demasiado tiempo atontado aquí mirando a saber qué sitio. ¿Adónde estoy mirando? ¿Habré mirado su entrepierna? Peor aún: ¿habré mirado su entrepierna justo después de revelarme su secreto para no mirarla a la cara, y se habrá dado cuenta de que la estaba mirando y por eso se ha cruzado de piernas? Espero que no se haya dado cuenta. Pero mírala, es tan guapa, no me atrevo a mirarla fijamente y darle una respuesta sincera, no me atrevo a hacer nada, quiero que se esfume este momento…

–¿Johann? –estaba pasmado, cada vez más perdido en el mundo de sus pensamientos. Ana había intentado provocar una respuesta en él vistiéndose de aquella manera y diciéndole que le gustaba, pero Johann no daba crédito a lo que ocurría, es más, casi no sabía qué estaba ocurriendo, porque estaba cada vez más perdido en la séptima galaxia–. Johann, ¿sí qué? Te he dicho… bueno, ya sabes lo que te he dicho. ¿Por qué me respondes que sí? –a Ana también le costaba trabajo articular palabras referentes a su amor, ya le había costado antes de decirlo, cuanto más ahora, que hasta ella se estaba empezando a sentir extraña. Descruzó las piernas y las volvió a cruzar en posición inversa, dejando la pierna izquierda al descubierto, no sin darse cuenta de que si Johann miraba más allá del muslo izquierdo podría llegar a ver el principio de sus nalgas al descubierto. Cualquier chico se habría lanzado sobre ella sediento de apretar esas nalgas, estaba segura, pero Johann no parecía desearlo, más bien no parecía ansioso de hacer tal cosa.

–Eh… sí, sí, vale –de nuevo la misma respuesta, pero esta vez pareció más centrado en el asunto, en el momento–. Esto… Ana, estoy… nervioso, consternado, no sé qué decir…

–No hace falta que digas nada, sólo mírame a la cara –la muchacha cogió a Johann por la barbilla e hizo que sus miradas llegaran a cruzarse por un segundo que a Johann se le antojó eterno, más que eterno. Entendió la muchacha entonces por qué el chico no la miraba, además de por timidez. Los ojos del chico dejaban asomar lágrimas cada vez más abundantes, y cuando Ana trató de secárselas brotaron como si hubiese roto una cañería al pasar el dedo por ahí.

No podía creerlo, ahora era Ana quien no podía creerlo. No podía creer que Johann estuviese llorando porque le había dicho que le gustaba. Sí, estaba llorando por eso, pudo adivinarlo cuando se abrazó a ella y la apretó con fuerza, casi dejándola sin respirar. Ana sintió un placer extraño al verse envuelta entre los brazos de su amigo, ahora su amado –aunque no su amante–, un placer que le encantó, una sensación que nunca antes había sentido.

Escasos minutos pasaron abrazados, los necesarios para que Johann terminara de llorar y se dignara a explicar por qué se había puesto así. Se incorporó de nuevo en el sofá, sentado, se enjugó las lágrimas con las manos con fuerza, y se dispuso a hablar, no sin antes dejar escapar un sollozo que le hizo derramar algunas lágrimas más, antes de cerrar definitivamente el grifo.

–Yo… siempre te he querido. Nunca te lo he dicho, pero siempre te he querido, siempre me has gustado aunque te hablara de otras chavalas, siempre has sido mi tipo ideal de chica. No sé qué decirte… tú también me gustas –se abrazó con fuerza de nuevo a Ana. Ésta, pasmada, impresionada por la fluidez de la respuesta que le había dado su amado, se aferró a él con más fuerza aún, lo que supuso que ambos quedasen entrelazados por unos momentos, antes de que Johann se separase un poco de ella, ambos se mirasen, y, sin pensar en nada más que en lo mucho que se querían y en lo mucho que se deseaban el uno al otro, se besaran.

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