Citas caprichosas XVII – Emmanuil Roídis

Buenas tardes. Ante todo, dar la bienvenida a todos los que lean, después de mucho tiempo sin escribir sobre este tema, el presente artículo. Hace mucho que no encuentro buenas citas de diferentes autores para incluirlas en este apartado, así que he decidido a partir de ahora no centrarme en leer muchos libros seguidos de un autor en concreto, para que así cada jueves pueda hablaros sobre las Citas Caprichosas. He de decir que sí es verdad que encuentro muchas citas que darían lugar a grandes reflexiones, pero todas son de autores que ya he nombrado muchas veces (conocerán mi debilidad por Saramago y Almudena Grandes…). Así que, a partir de ahora, si puedo abarcar cada semana a un autor distinto, todos los jueves habrá una nueva entrega de las Citas Caprichosas. Hoy llegamos al número 17 de los artículos que, desde hace ya tiempo, venía escribiendo cada semana sobre frases bonitas o que inducen, de alguna manera, a una reflexión. La de hoy me lleva a pensar varias cosas, como supongo que también llevará a los que la lean. Vamos a ello.

Para esta semana, y para retomar el hábito periódico de reflexionar en base a lo que han dicho grandes escritores, traigo una cita de un libro que empecé a leer ayer por la tarde y que me está impresionando sobremanera, entre otras cosas, por la forma de expresarse del autor. Éste es Emmanuil Roídis, y en su novela La Papisa Juana, que ya comentaré en su debida sección del domingo cuando el momento llegue, he encontrado una cita bastante ingeniosa.

Todo esto trata sobre el sueño, el despertar y nuestra percepción posterior de lo que tenemos ante nosotros: el mundo, simplemente, el mundo, los ropajes y la habitación desordenada, las ventanas y las puertas cerradas, las mantas al contacto con nuestro cuerpo proporcionándonos calor. Muchas veces soñamos algo que no nos gusta, una horrible pesadilla, y estamos, aunque en sueños, deseando despertar, salir de ese mundo de fantasías donde todo puede ser verdad. Y cuando Morfeo nos concede ese placer, despertamos y vemos que el mundo sigue como estaba, tranquilo, pacífico en nuestra habitación, y volvemos a dormir tranquilos.

En cambio, otras muchas veces también soñamos cosas agradables. ¿Cuántas veces nos habremos levantado con una sonrisa de oreja a oreja por haber pasado toda una noche junto a la persona a la que más nos gustaría abrazar en la cama? Pues eso sucede en incontables ocasiones, a menudo, y sin embargo, en otras incontables ocasiones, muy, muy a menudo, nos despertamos antes de desearlo, y es entonces cuando nos enfadamos con nosotros mismos y queremos volver a empezar el sueño o, quién sabe, seguir por donde lo dejamos. Es curioso el cerebro humano, un mundo, un universo sin fin, una galaxia inexplorada…

Ojalá pudiéramos retener los buenos sueños en el disco duro y revivirlo del mismo modo una y otra vez, y olvidar las pesadillas sin necesidad de pensar en que eso que tanto tememos no va a suceder. Aunque no tendríamos todo este sentimiento con nosotros, porque siempre nos faltaría, como es común en el hombre, algún dato para hacernos felices, qué felices seríamos en ese caso, ¿verdad?

“¿Alguna vez te ha sucedido, mi buen lector, soñar que te están colgando o que caes desde un precipicio y en el momento en que la soga oprime tu cuello o tu cuerpo está a punto de hacerse pedazos, despiertas y descubres que estás en tu confortable cama con tu gorro de noche en la cabeza y tu perro a los pies? ¡Nada más dulce que ese despertar! Te palpas los miembros y te alegras de encontrarlos intactos. Luego abres los ojos y la ventana para que no vuelva esa pesadilla. Pero si has tenido un sueño placentero, por ejemplo, que has encontrado la piedra filosofal o a una mujer sensata, y despiertas en el preciso instante en que extendías tu mano hacia estos quiméricos tesoros, entonces, todo te parece desagradable e insípido. Rechazando la cruda realidad, hundes de nuevo la cabeza debajo del edredón, tratando de atrapar, como sea, los fantasmas que huyen”.

Emmanuil Roídis, en La Papisa Juana (Universidad de Sevilla. Traducción de Carmen Vilela Gallego, pág. 96)

Deja un comentario