El Diario (10ª parte)

Ana tardó un poco más en llegar a su dormitorio, y cuando arribó a la vera de Johann vio que éste no estaba en condiciones de dar ninguna explicación sobre lo que había ocurrido. Sólo miraba por la ventana, tenía los ojos como platos blancos del modo como los tenía abiertos, su boca no dejó escapar más que un leve gemido, producto de la parálisis a la que el chico estaba sometido. Ana intentó hacerle tomar el control sobre sí mismo para que le anunciara lo que había presenciado, incluso trató de mirar por la ventana hacia su casa para ver si conseguía percibir alguna imagen extraña o algo anormal, pero ambos intentos fueron en vano. Tuvo que esperar a que Johann abandonase el estado de shock y volviera a sentir que no estaba solo en la habitación, que su amiga estaba acompañándole, casi más preocupada por el estado de su compañero que por lo que había ocurrido en sí en ese momento.

La mirada de Johann se cruzó en un momento con la de su amiga, en el momento en que miró brevemente hacia su derecha porque le había parecido oír algún ruido en un lugar cercano. Tampoco pudo impulsar palabra alguna para que saliese por su boca, que, aunque permanecía abierta intentando articular una llamada de socorro, no lo conseguía. Sus ojos tampoco denotaban nada, sólo se limitaban a dejar escapar escasas lágrimas, que no se sabía entonces si sería por haberse mantenido abiertos durante mucho tiempo o por tristeza o asombro por lo que acababa de presenciar. Al final, tras un eterno instante, según le pareció a Ana, que estaba sentada en la cama cada vez más nerviosa ante tal situación, Johann logró decir algo que, aun así, tampoco se pudo percibir muy bien, pero entonces ya era capaz de señalar con su mano derecha y su índice extendido hacia la ventana de su dormitorio, la que estaba justo enfrente de la del dormitorio de Ana. Ésta, siguiendo la dirección a la que apuntaba el dedo del muchacho, se asomó y miró hacia la otra casa. Ni rastro de anormalidad: la persiana medio abierta, medio cerrada, la cortina cerrada, oscuridad tras ésta, todo normal y corriente, como estaba siempre que no había nadie en la casa o que su amigo estaba durmiendo. Ella también había sentido a veces la tentación de mirar por su ventana hacia el dormitorio de su amigo para ver si captaba algo de intimidad, y de hecho también había llegado a captar algo, aunque no tanto como Johann había conseguido de ella. El brevísimo pensamiento se esfumó de su cabeza cuando vio, al igual que Johann, que se había situado ya a su lado mirando por la ventana, una sombra pasar por detrás de la ventanita que daba al salón. Efectivamente, la misma figura, la que llevaba el bombín, se había desplazado hacia la izquierda, posiblemente en dirección a la puerta de entrada. Esperaron un momento a ver si el tipo salía de la casa para ver quién era, pero nadie salió.

Johann no pudo resistirse más y salió corriendo de la habitación de Ana. Ésta le siguió intentando ponerse a su misma altura a medida que bajaba la escalera. A diferencia de aquél, ella casi resbala al bajar los últimos peldaños de la escalinata, lo que implicó que se detuviera en seco aferrándose a la barandilla para no llegar de cabeza al suelo, mientras que su amigo se dirigía corriendo hacia la puerta de entrada, que en ese momento le serviría más bien de salida.

La salida de la casa significó un tremendo cambio de temperatura. Ahora comprendo por qué Ana se ha puesto tan ligera de ropa, es que hace calor, pensó en un fugaz instante Johann al mismo tiempo que se dirigía a marchas forzadas hacia su propia casa, en busca de alguien a quien no sabía si podría detener, ya que no sabía ni siquiera quién era. De nuevo la carrera, por muy corta que fuese, le resultó eterna, pero más eterna le resultó la búsqueda en su bolsillo de la llave de la entrada que tuvo que llevar a cabo cuando llegó al portón, en vano de nuevo, como sus anteriores acciones. No llevaba la llave en el bolsillo. Recordó que la había dejado en la mesita que había frente al sofá de su amiga en cuanto se había sentado para esperar a que ella se cambiara de ropa.

Volvió velozmente hacia el hogar de la rubia, quien esperaba en la puerta dañada por el forcejeo que había sufrido al casi caer en picado desde la escalera. Entró rápidamente, sin hacer caso del estado de su amiga, pues saltaba a la vista que no estaba en muy malas condiciones, y cogió las llaves de la casa de encima de la mesita donde, efectivamente, habían sido depositadas apenas una hora antes. Regresó de nuevo a su casa, ya con la seguridad de que iba a poder abrir la puerta y descubrir quién era el que estaba tras las sombras de las cortinas.

Le costó bastante trabajo abrir la puerta, no tanto el abrir, sino el acertar con la llave en la cerradura. Temblaba cada vez más. Parecía que sentía acercarse el momento clave. Incluso le costaba respirar, aunque no estaba muy seguro de si esa falta de respiración se debiese a las carreras que había dado o al nerviosismo. Finalmente, logró entrar en la casa.

Miró desde todas las perspectivas que tenía desde la entrada de la casa, pero no logró ver a nadie. Corrió con algo de cuidado, pues sabía que podía llegar a romper algún jarrón de allí, hacia todos los puntos sospechosos de las habitaciones, empezando por el gran salón que había en la planta baja, pasando por la cocina, más pequeña, y subiendo en pocas zancadas hacia las habitaciones de arriba. En ninguna de ellas había nadie. En ninguna de las grandes salas había más movimiento que el que él causaba al pasar por cada cortina. Se atrevió a mirar por la ventana de su dormitorio tras haber presenciado la absoluta desnudez de la habitación. Pudo ver en un instante a su amiga Ana en la puerta de su casa, pero no logró ver a nadie corriendo, huyendo del muchacho, ocultándose de su mirada. Nada. Se sumergió de nuevo tras la cortina. Ana pudo ver cómo se perdía de vista tras la fina tela beige que conformaba con un tejido liso, sin bordados, la cortina.

La impaciencia de Ana crecía cada vez más. Escuchó no muy de lejos la voz de su padre, y se percató de que estaba en casa. No se habían dado cuenta de que aún seguía allí, de que no se había ido, y no habían caído en la cuenta de que quizá les hubiera servido de ayuda, pero ya era tarde, el que fuera ladrón o intruso ya había huido, ya se había escapado. Se acercó a la puerta y le dijo a su hija que si podía retirar ya el plato de ensalada que había estado comiendo su amigo, y ésta le indicó con un gesto con la mano que sí, que podía retirarlo, que su amigo no comería más esa tarde.

Johann revisó una vez más el enorme salón. Miró la televisión, intacta. Miró la mesa, intacta también. La mesa intacta, pero pudo contemplar que sobre ella no estaba el teléfono móvil de su madre, el teléfono que el que entrara en la casa había utilizado para llamar a Johann. En su lugar no encontró nada. Aunque continuó mirando por todas partes, no encontró ni rastro del teléfono. Se habrán llevado el teléfono, pensó, no es tan grave, mientras que no se hayan llevado nada más de valor. Observó el sofá cojo: el diario aún no estaba allí. No sabía dónde estaba, pero sí era consciente de que ya cuando llegara antes de tener que irse al hospital, el diario no estaba bajo el sofá. Se rindió, no quiso buscar más detalles. No soy policía, se dijo a sí mismo, ni detective, no tengo madera de investigador, ni siquiera de observador, no serviría ni para analizar una pintura del Greco. Rendido, desesperado de buscar, salió de su casa y cerró la puerta con llave. Se encaminó hacia la morada de su amiga y la vio esperándole apoyada en el marco del portón de entrada. Eso sí que es un portón, y no el mío, se dijo Johann, quizá con uno como ése no habría conseguido entrar el cretino ese. Pero si la puerta estaba cerrada con llave cuando intenté entrar en casa, se percató el muchacho.

Entró en la casa, casi esquivando a su amiga, y se sentó en el sofá. Brotaron algunas lágrimas de sus ojos, y Ana acudió en su secada. Propuso su seco hombro derecho, ése que tanto gustaba al joven, y dejó que se mojara de agua salada…

Deja un comentario