Textos para el Alma: Los cuerpos urbanos (parte II)

  A décadas de distancia, veo la habitación, siento mi pequeño cuerpo en el rincón, escucho las voces de los adultos. Pero la imagen queda aislada, no conduce a ninguna otra: la represión ha hecho su trabajo. Porque el inconsciente es corporal.

  Tengo una segunda imagen… es más reciente.

  En París. Otra sala, otros adultos, otras voces. Mi hijo debe tener apenas dos años y hojea un libro de imágenes comprado en Buenos Aires.

  Desde que nació, sus padres únicamente le han hablado en francés. Mi hijo reconoce las figuras de animales del libro. Las representa mediante gestos y diferentes ruidos, queriendo simular al animal. Mi hijo puede nombrar esos animales en francés pero pregunta lo que está escrito al pie de cada dibujo ya que esta en un idioma que para él es inentendible. Le explico que el español es otra lengua, como el francés, y que cada animal puede llamarse de dos formas distintas, en francés y en español.

  En el instante en que mi hijo se da cuenta de que lapin y conejo son dos nombres diferentes del mismo animal, la comprensión tiene en él el carácter de iluminación: me mira haciéndome una gran y hermosa sonrisa. Luego, agita los brazos y las piernas riéndose sin parar durante un largo rato.  Su conciencia primera y súbita de la arbitrariedad del signo es una comprensión global, una suerte de goce corporal profundo (que todos cuando fuimos pequeños hemos sentido alguna vez).

  Observamos como se sitúan dos escenas extremas de toma de conciencia: en una yo soy un niño confrontando a mis padres, en la otra soy un padre confrontando a mi hijo. Al evocarlas, opongo dos universos familiares separados por décadas de evolución cultural, a riesgo, quizás, de ser injusto con mis padres, tratando de construir una imagen complaciente de mí mismo; allí donde la conciencia del lenguaje fue para mi una experiencia de exclusión, yo me recuerdo como el buen padre que genera en su hijo la conciencia del placer del signo.  

  Como se puede apreciar, estamos siempre «saldando cuentas». Esta perspectiva es corporal, pero obedece a una lógica. Es, al mismo tiempo, abstracta y concreta.

  La sociología que enseñó cierto sociólogo, en los años sesenta, era concreta: se analizaba la acción social, el comportamiento. El estructuralismo que aprendí en París era abstracto: hablaba de estructuras, de inversiones, de oposiciones, de homologías. Durante mucho tiempo intenté encontrar una síntesis entre estas dos maneras de entender las «ciencias del hombre».

  De repente, la síntesis en cuestión me parece la metáfora de un lugar común de la burguesía argentina de aquellos años: el «triangular». El «triangular», era esa estrategia turística que consistía en pasar por Nueva York (Estados Unidos) cuando uno viajaba a París y viceversa. Por casi el mismo precio.

  Lo importante es que el «triangular» agudizaba la percepción de los dos puntos terminales, hacía entrar en una lógica terciaria: como decía un científico social y antropólogo, una información es una diferencia entre dos cosas registrada por una tercera.

  (Continuará).

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